Una distopía cotidiana
El fin de nuestro mundo es poco hollywoodense, pero hay que fijarse en los detalles de cada día
Lejos están los primeros días de la pandemia cuando las calles de Ciudad de México quedaron vacías, cerraron todos los locales y los estudiantes dejaron de ir a clases. Desde hace algunos meses que el tráfico regresó y, a pesar de que estamos entrando en la llamada tercera ola, Ciudad de México está abierta y en movimiento. En realidad, nunca dejó de estarlo. Los grandes edificios de oficinas, especialmente los que se construyeron como espacios de coworking, están vacíos desde hace meses, muchos comercios que dependían de los oficinistas han cerrado, pero las calles de esta ciudad nunca quedaron totalmente vacías y la vida ha seguido su curso.
En México, buena parte de la población no pudo quedarse en casa y realizar su trabajo en innumerables reuniones de Zoom. Me da la impresión de que el número de personas vendiendo cubrebocas, kilos de limones, flores, galletas, cigarros o agua en las esquinas ha aumentado. Muchos restaurantes pequeños han desaparecido, pero han surgido otros negocios. Unos vecinos venden hotdogs y papas a la francesa desde su zaguán todos los viernes y sábados. A una cuadra, si toco en el vidrio de una casa, una señora me puede vender una torta de cochinita pibil y, si quisiera, podría mandarle un whats para que me la lleve. Por casa de mis padres, se puso un tianguis organizado por los vecinos para vender comida los sábados y cada vez que voy veo más camionetas estacionadas, con la cajuela abierta vendiendo arroz Yakimeshi, empanadas argentinas o hamburguesas. A falta de otros empleos, los vecinos se alimentan entre sí para completar la quincena. Después de años de leer ciencia ficción, no es lo que esperaba de una pandemia.
El otoño pasado leí Un mundo sumergido, de J. G. Ballard, que sucede en un Londres inundado, prácticamente convertido en una selva tropical, a causa del cambio climático. Releí también varias veces Itinerario, de Carmen María Machado, y Pandemia, de Gabriela Rábago Palafox, que ganó el Premio Puebla de Ciencia Ficción en 1988. El primer cuento, publicado en 2017, presenta a una protagonista totalmente aislada porque la civilización se ha desmoronado. En el segundo, se describe una Ciudad de México que se va vaciando, sin gasolina, donde los niños juegan a “la ambulancia”, los comercios están cerrando y la protagonista se come un último helado. Al comparar nuestro presente con estos escenarios de ficción, podemos creer que nos tocó un fin del mundo más bien anticlimático, sin muchos efectos hollywoodenses.
Pero lo distópico se esconde en los detalles cotidianos. En el aumento de los anuncios de “se vende” y “se renta”; en las mascarillas que los meseros y cocineros tienen que usar todo el día, pero los comensales pueden quitárselas nada más sentarse a la mesa, como si ser cliente protegiera del virus; en la brecha palpable y creciente entre la gente que sale de casa porque quiere y la que sale de casa porque tiene que hacerlo; en las cubetas de agua que hay en la entrada del tianguis, y las botellas de gel que cuelgan de cada puesto y que nadie usa. También está en la eficiencia casi militar de las colas de vacunación que despachan una persona tras otra en escenarios inverosímiles. Por ejemplo, en la Biblioteca Vasconcelos la gente hace cola debajo del esqueleto suspendido de una ballena y entre las estanterías llenas de libros que nadie ha tocado en un año. Con las discotecas cerradas, ahora el único lugar en el que se oye música y se puede ir a bailar entre desconocidos es en el centro de vacunación.
No es raro que Ciudad de México encuentre la manera de seguir funcionando, siempre lo ha hecho, a pesar de la contaminación, del tráfico, de las inundaciones, de los terremotos, de la corrupción, a pesar de todo, sus habitantes sobreviven. Así pasa en muchas otras ciudades en el mundo. Cambian algunas costumbres, pero la cotidianeidad se sobrepone a todo.
Cuando hablamos de posibles futuros distópicos, hay que pensar un poco más allá del final de esta pandemia. El cambio climático no se ha detenido porque una buena parte de la humanidad se quedó en casa y sus efectos cambiarán nuestras ciudades y vidas mucho más de lo que lo hizo este virus. Será lento, probablemente los países y las personas que puedan pagarlo se adaptarán para que sus vidas continúen sin problema, mientras que el resto sufrirá los efectos de condiciones cada vez más extremas, cada vez más difíciles de evadir. Y entonces sí, algunas ciudades se vaciarán y sus pobladores migrarán en busca de los pocos sitios del planeta que puedan habitarse.
Un vistazo a las noticias en lo que va de este mes muestra un cuadro del presente: un multimillonario paga su propio vuelo al espacio con la esperanza de escapar del planeta algún día, por una fuga de gas se forma un remolino de fuego en el golfo de México, varios lugares del mundo sobrepasan los 50° C y en la Costa Este los bosques están ardiendo. Aun así, la vida sigue.
Andrea Chapela es escritora.
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