Pasados felices, futuros siniestros
El inmovilismo se esconde tras las nostalgias que abrevan los fanatismos reaccionarios y también tras las distopías que apuntalan el orden establecido porque nos emplazan a resistir, no a avanzar
Hoy. ¿Cuánto duele el dolor? Manuela Ballester se ha sentado a escribir en su diario. La mujer de Renau, la llaman. Es mucho más. La guerra ya ha terminado. Lleva cuatro meses exiliada y hace dos días que ha abandonado el frío hotel para, al fin, girar la llave de esta casa en la calle Rosales, 2, de México DF. La silla la compró ayer en un mercado. La mesa también. La guerra, la desesperanza, los muertos, el exilio: el dolor va sedimentando en su interior. Pero algo no encaja. No comprendo —escribe Manuela— por qué todo lo que nos ha sucedido y sucede, nuestra situación presente, me ha dejado tan indiferente. Nuestro instinto de conservación —sigue escribiendo— nos hace aferrarnos al momento presente con tanta fuerza que perdemos de vista los momentos pasados y más aún los futuros. Hay momentos —termina de escribir— en que me digo: ¿es posible vivir, comer y dormir? ¿Es posible que tengamos aún energía para querer echar raíces aquí, sobre este instante, con voluntad para alcanzar al otro? ¿Es posible todo esto a pesar de lo que nos ha sucedido y sucede, a pesar de todo el horror que pesa aún sobre los que son nuestra propia sangre y espíritu? Y es la vida misma quien me responde a cada instante sí, sí, sí. Estas palabras de Manuela Ballester, que rescata el libro Mis días en México. Diarios (1939-1953), son un alegato por el ahora, por duro que sea o parezca. Una actitud alejada de la queja, por mucha angustia y desamparo que aceche. Centrarse en el ahora: un remedio al dolor.
Ayer. Vivimos en la era de la nostalgia: la dolorosa evocación de un pasado preferible al tiempo presente. De un ayer siempre mejor que el hoy y que el incierto mañana. Dice Diego S. Garrocho que un ánimo nostálgico domina esta época. Su magnífico libro Sobre la nostalgia reflexiona acerca de un fenómeno en el que abrevan los fanatismos más reaccionarios en todas latitudes y polos políticos. La América profunda que quiere ser grande otra vez (y blanca, y poblada, y con empleo). La Francia chovinista que añora la grandeur (y ser blanca, y soberana, y admirada). La España melancólica de sus nostalgias imperiales y de la uniformidad forzada a base de yugo y flechas. La nostalgia es un sentimiento peligroso: anega de dolor paralizante mediante la artimaña engañosa de un retrovisor deformado. Porque lo contrario a la esperanza no es la desesperanza, sino la esperanza por el pasado: la utopía retrospectiva. Eso escribe Garrocho. Y ahí está la amenaza individual y colectiva, añade el autor: en recrear algo que nunca existió, un no-lugar idílico, un territorio fabuloso que contrasta con una supuesta vida presente de infortunio, crisis y retroceso. Ahí está la trampa, la mentira, en crear y difundir un feliz ayer, aunque sea falso, para cautivar y rendir al hoy, siempre atribulado por definición. Cuánta razón llevaba Orwell: quien controla el presente controla el pasado, y quien controla el pasado controlará el futuro.
Mañana. El muro de Berlín fue derribado hace 30 años. Con él, aparte de cientos de miles de añicos a la venta como souvenir en la sociedad de consumo que lo reemplazó, se deshizo el horizonte utópico que la izquierda proyectaba desde la Comuna de París. No hay alternativa: lo resumió Thatcher. La consigna caló. La esperanza caducó. Nada había que buscar en el presente. Y nació Distopiland: la mirada apocalíptica sobre el mañana. La más viva expresión del miedo y la impotencia; el colapso de la fe en el progreso. El ensayo Contra la distopía, de Francisco Martorell Campos (seguramente el mayor experto de España en utopías y distopías en la ficción), desnuda ahora este discurso distópico afianzado sobre el miedo, las inseguridades y la debilidad. La catarata de series distópicas —todos los cuentos de criadas o de calamares y sus millonarias audiencias— están monopolizando el pensamiento sobre el futuro. Frente a un hoy desasosegante, un mañana todavía peor. Otra vez la trampa. Porque ese negro mañana blanquea el presente. Ese calamitoso porvenir que dibujan las distopías apuntala el orden establecido. Porque incentiva el derrotismo, la desmovilización y un activismo defensivo que se agota en la protesta. Como escribe Martorell, lejos de plantear alternativas sólidas, las distopías nos emplazan a resistir, no a avanzar. En una palabra, el conformismo. El consuelo de que mañana todo podría ser peor. Veneno para la juventud.
Ortega escribió que la vida es siempre un “ahora”. Que nostalgias y utopías son fugas del “ahora”. La frase es seductora, pero muy discutible. Animals d’esperances i memòria, nos define el poeta. La pandemia nos obligó a vivir en un frágil y eterno ahora. La nostalgia dañaba. El mañana asustaba. El tiempo ha vuelto en toda su amplitud de espectro: ayer, hoy, mañana. Ninguno es inocente. Todos moldean nuestra mirada. Pero hay dos peligros que van ganando adeptos: los pasados felices, los futuros siniestros. Detrás de ambos late la misma pulsión inmovilista.
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