Mi abuelo no quiere hablar de la guerra
Él no se merece, a sus 96 años, reencontrarse con el peor rostro de su siglo XX. Tampoco lo merecen los ancianos de Ucrania, de Polonia, de Hungría... los más viejos de esta vieja Europa, rajada por tantas cicatrices
Mi abuelo tiene 96 años y no quiere hablar de la guerra. Ni de los millones de refugiados. Ni del desastre que cada día asoma por su televisor.
Cuando tenía 11 años, al volver un día del colegio, se encontró en su casa a tres niños desconocidos. Estaban sentados, callados, algo aturdidos. Eran evacuados de Madrid, del barrio de La Prospe, y habían llegado a su casa de Burjassot, en la Valencia republicana, para protegerse de las bombas en aquel duro invierno del 37. Mi abuelo los miró. No entendía nada. Su padre le explicó que eran tres hermanos madrileños —los hermanos Machío— y que habían huido de su hogar sin sus padres por culpa de la guerra. La niña se quedaría en casa de don Evencio, el maestro, y los dos niños iban a quedarse a dormir en su habitación.
La historia me la ha contado varias veces. Eran los tiempos del frío y del hambre. Tiempos en los que él sacaba algarrobas de las conejeras del corral para que los niños evacuados las devorasen. Qué buenas, parecen chocolate, decían. El hermano mayor, de 12 años, llevaba una sombra encima. Una pena. Se sentía responsable de sus hermanos y recordaba el ruego paterno al despedirlo: “No os separéis”. Aparte de la sombra, el chico llevaba encima otra cosa: un diminuto retrato de sus padres, manoseado y borroso de tanto pasar las yemas por las caras añoradas. El hermano pequeño, de nueve años, se hizo famoso por la pregunta que hacía en la mesa cada vez que sacaban un plato: “Señora Mercedes, qué hay pa luego”.
Durante la Guerra Civil fueron evacuados de España 34.037 niños. Solos. Sin sus padres. También hubo un enorme desplazamiento interior. En septiembre del 37, las colonias creadas por el Gobierno en territorio republicano acogían a otros 45.248 niños evacuados. Los hermanos Machío vivieron casi un año en casa de mi abuelo. Un día, llegó su padre y se los llevó de vuelta a La Prospe, en compañía de la hermana. Los tres juntos. Sin separarse. Mi abuelo nunca más los vio. Tampoco volvió a saber de ellos.
La guerra siguió, y el cielo se llenó de aviones preñados de bombas y dolor. “Fills de puta”, les gritaba una vecina de la calle. Llegó la posguerra, y mi abuelo tuvo que ir muchas veces a la cárcel a ver a su padre y llevarle algo de comida. Años más tarde, tuvo que darle sepultura en Paterna después de que lo fusilara un fanatismo insaciable. Tenía 17 años. El nudo continúa en la garganta; la sombra que nunca se fue. Los niños evacuados tenían una foto manoseada de su padre. Mi abuelo, como sus amiguitos de hace 85 años, conserva hoy un retrato al óleo de su padre. El cuadro preside su comedor. Un recuerdo permanente. Justo debajo de la pintura está el televisor. De ahí sale hoy la guerra. Y las bombas. Y los niños refugiados. Y el dolor.
Mi abuelo no quiere hablar de esta guerra, insiste. Porque yo todo eso lo he vivido, no me lo han contado, y verlo ahora me pone enfermo, se justifica. Y entonces me canta una canción. Un tango de Carlos Gardel. “Silencio en la noche, ya todo está en calma”, comienza. La voz tiembla. La memoria vacila. Es la historia de una madre con cinco hijos a los que mecía en la cuna con toda esperanza. Tiene 96 años y canta: “Un clarín se oye, peligra la patria / y al grito de guerra los hombres se matan”. Tiene 96 y no quiere hablar de la guerra, pero canta esa estrofa tremenda: “Y la viejecita, de canas muy blancas / se quedó muy sola con cinco medallas / que por cinco héroes la premió la patria”. Tiene 96, solo cuatro para cien, seguía la evolución de la Segunda Guerra Mundial en los mapas del periódico por su temprana afición a la geografía, y entona los últimos versos de Gardel: “Silencio en la noche, silencio en las almas”.
La canción termina, sus labios se cierran. Mi abuelo no quería hablar de la guerra, pero me ha cantado un retrato en crudo de todas las guerras. Salgo de su casa pensando que es injusto. Que él no se merece, en esta última etapa de un largo viaje, reencontrarse con el peor rostro de su siglo XX, problemático y febril. Tampoco lo merecen los ancianos de Ucrania, de Polonia, de Hungría, de Eslovaquia, de Rumania. Los más viejos de esta vieja Europa, arrugada por su historia y rajada por tantas cicatrices.
Subo al coche y trato de imaginar qué sería de los hermanos Machío. Seguramente hayan fallecido. Sin embargo, hasta hoy llega ese dolor, la sombra de aquel niño. Cuánto tiempo se propagan las heridas de una guerra. A veces siguen latiendo en un viejo cuadro sobre el televisor. Otras veces, en el recuerdo de una algarroba. Silencio en la noche, silencio en las almas.
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