Contradicciones, zozobras, anhelos
Las guerras no solo tienen que ver con conceptos estratégicos y consideraciones geopolíticas; también afectan a las personas, como tan bien supo contar Tolstói
Cada guerra es distinta, pero en el imaginario de los occidentales sigue estando muy presente la que contó Homero en la Ilíada. Ahí la guerra no tiene tanto que ver con la sofisticada precisión de las armas que se utilizan hoy, ni con bombardeos que no cesan, ni con la pura destrucción de las ciudades cuando los proyectiles derrumban paredes y techos y edificios enteros y todo queda reducido a un montón de cascotes. Lo que importa en la Ilíada es lo que les ocurre a los hombres, a las mujeres y a los dioses; lo demás es secundario. Las grandes pasiones, los temores, las viejas heridas que no han cicatrizado, las maniobras y los juegos de las divinidades, el heroísmo de cada uno de los combatientes, el despliegue de sus afectos y ambiciones y desgarros. La literatura, en realidad, está llena de guerras, pero será difícil encontrar ahí, en las obras de tantos escritores, algo parecido a ese Concepto Estratégico del que tanto se ha tratado en Madrid estos días. En los asuntos de los que se ocupan reuniones como esta de la cumbre de la OTAN da la impresión de que las criaturas desaparecieran y ya solo hubiera despliegues, presupuestos, tropas, galerías de armas (incluidas las nucleares), planes, cifras, alianzas, etcétera.
No hay nada parecido a esto, que cuenta León Tolstói en uno de sus grandes relatos: “A la cabeza venía un hombre de aspecto imponente, montando un caballo de blancas crines. Llevaba una cherkesca blanca, un gorro alto con turbante, y sus armas tenían incrustaciones de oro. Era Hadjí Murat. Se acercó a Poltoratski y le dijo unas palabras en tártaro”. Pero de eso va también la guerra, de tipos así. Corría el siglo XIX y el imperio del zar Nicolás I se afanaba en extender sus dominios en el Cáucaso y acabar con la resistencia de unos cuantos pueblos montañeses que se empeñaban en resistir sus embates. Tolstói se ocupa poco de presupuestos y estrategias, lo suyo es acercarse a los que están padeciendo esas terribles circunstancias y mostrar sus contradicciones, sus anhelos, sus zozobras, su coraje, su miedo, los tiempos muertos en que procuran entretenerse. A ratos casi se puede tocar la consistencia de sus vidas, y el desgarro y el delirio que provocan las guerras se convierten en cosa del lector.
Desde el más grande al más pequeño, del imprescindible al irrelevante, todos los personajes dan en Hadji Murat, que el crítico Harold Bloom consideró “el mejor relato del mundo”, la medida de sus afanes. “Sustituyo a mi hermano en el servicio y lo hago con gusto”, le confiesa uno de los soldados rusos a uno de sus compañeros. “Tiene cinco hijos; en cambio, a mí acababan de casarme cuando me fui. Me lo pidió mi madre. ¡Qué más me da! —pensé—. A lo mejor un día se acordarán del bien que les hago”. Poco después, a la espera del enemigo en una ronda de vigilancia, le dice: “Lo que más me molesta es haberlo hecho por mi hermano. Pensar que él está encantado de la vida, mientras yo me estoy fastidiando… Cuanto más lo pienso, más rabia me da. Así es el pecado”.
Hay una refriega con los chechenos, disparos de un lado a otro, no se ve gran cosa en medio del desorden. Y aquel soldado cae fulminado con un tiro en el vientre. Así es también la guerra, y no hay que olvidarlo.
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