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tribuna
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La renovación de la promesa democrática en Chile

Afianzar el Estado social es una tarea pendiente para todos. Y lo es, en particular, en aquellos países donde su construcción todavía está lejos de completarse, lo que pone en juego la estabilidad

La renovación de la promesa democrática en Chile. José  Luis Rodríguez Zapatero
EVA VÁZQUEZ

Vaya ante todo con estas líneas mi pleno respeto a la voluntad democrática de los chilenos y, en particular, a lo que libremente decidan en el próximo 4 de septiembre en el refrendo sobre la propuesta de una nueva Constitución para su país. Ello no impide, sin embargo, más bien al contrario, como muestra de ese respeto, hacer algunas observaciones sobre el proceso que ha conducido a esa propuesta y el contenido de la misma.

Al menos desde la experiencia histórica del acceso de Salvador Allende al poder, una de las figuras más dignas de todo el siglo XX, hemos tenido siempre presente desde Europa, y singularmente desde España, con interés y afecto por el pueblo chileno, la evolución del país sudamericano. No puede extrañar, por ello, que ese interés se haya renovado con los acontecimientos que marcaron el estallido social de octubre de 2019 y que desembocaron, entre otras consecuencias, en la opción, refrendada por los ciudadanos, de convocar una Asamblea Constituyente, cuyo resultado se va a someter a su definitiva consideración.

El malestar social que está en el origen del proceso chileno, es obvio, no es en absoluto exclusivo de este país, pues se ha vivido con mayor o menor intensidad, y sigue ahí latente, en la mayoría de las democracias a raíz de la gran recesión de 2008. En todas ellas ha producido efectos en el ecosistema político, que están aún por dilucidar, en un contexto de gran incertidumbre y polarización, y ya no solo nacional, sino también global.

Lo propio del proceso chileno es que la reconstrucción de la convivencia política y social se haya tratado de encauzar elaborando una nueva Constitución, algo que por lo demás tiene pleno sentido en Chile, ya que dicha tarea estaba pendiente de acometer para resolver el problema de legitimidad de origen de una democracia cuyo anclaje reside, a pesar de las reformas posteriores, en la Constitución de 1980 emanada durante la dictadura.

¿Cómo podría fundar hoy, en estos tiempos tan ayunos de certezas, con la cohesión social amenazada y la división política exacerbada, la renovación de la promesa democrática un nuevo texto constitucional?

El artículo 1 de la Propuesta de Constitución comienza proclamando que “Chile es un Estado social y democrático de derecho”. De este modo, la forma de Estado se describe y prescribe en los mismos, idénticos, términos en que lo hace la Constitución española de 1978. Y me parece significativo que así sea.

Porque obligado resulta recordar que nuestra Ley Fundamental no hizo por su parte sino incorporarse, con el retraso causado por la dictadura, a un ciclo histórico que habían inaugurado otras Constituciones europeas tras la Segunda Gran Guerra. Así, con parecidos términos a los indicados, se identificó ya entonces, en Italia, Francia o Alemania, la fórmula jurídico-política que resultaba de la evolución histórica del Estado Constitucional, un modelo de organización de la convivencia que, como es sabido, hunde sus raíces en las llamadas revoluciones liberales o atlánticas, animadas por el pensamiento ilustrado, y que acababa de liberarse de la amenaza existencial que supuso para él la irrupción del fascismo.

Y es que se trataba de aprender de la experiencia del período de entreguerras, de la suerte corrida por sus débiles democracias de partidos, en un contexto de fuerte inestabilidad social y a la postre política (como el vivido bajo la Constitución de Weimar o la de la II República española), para fortalecer ese Estado constitucional superviviente con el reconocimiento de derechos sociales y la consiguiente habilitación a los poderes públicos para intervenir en la esfera económica.

Pudiera parecer paradójico que una propuesta de Constitución como la chilena, que resulta claramente innovadora en tantos aspectos, parta de una definición de la forma de Estado que cuenta ya nada menos que con algo más de 70 años de vida. Pero, en mi opinión, se trata de una paradoja explicable.

En primer lugar, porque con carácter general en este trance histórico en el que nos encontramos, la fórmula en cuestión necesita no ya de ser defendida frente al riesgo de retrocesos de distinto signo político, sino, más bien, reforzada o renovada, sobre todo en su dimensión de Estado social. Esta necesidad está, como se ha recordado, en el origen mismo del último ciclo del Estado constitucional y ha emergido con intensidad con cada crisis económica de las últimas décadas, sacudiendo la legitimidad del sistema político, debilitando la promesa democrática. Afianzar el Estado social es una tarea pendiente, lo es hoy para todos.

Y lo es, en particular, en aquellos países donde todavía la construcción del Estado social está lejos de completarse. Como es el caso de Chile, que tiene que recuperar el camino desandado con un principio, el de subsidiariedad del Estado, que militaba en unas coordenadas radicalmente opuestas a la del Estado Social, pues la prestación de los servicios esenciales de la comunidad debe contar con una garantía que solo puede ser pública.

Lo que caracteriza al Estado social es su vocación y aptitud para anticiparse a los conflictos, para prevenirlos, con su intervención asistencial de carácter sistémico, y ello requiere inexcusablemente, además de políticas presupuestarias sostenibles, de sistemas tributarios robustos, sustentados en el principio de progresividad.

Está en juego la estabilidad porque lo está la justicia o la equidad social. La desigualdad acaba envenenando a la democracia. Sin cohesión social, están en serio peligro el respeto a la alternancia política y a la institucionalidad, al tiempo que solo a través de estas últimas tiene sentido preservar aquella. Esta es la lógica de conjunto del modelo y me parece que está presente en el proyecto de Constitución que se somete a la voluntad de los chilenos.

Desde el punto de vista de la forma territorial del Estado, la Propuesta opta por caracterizar a Chile como un “Estado plurinacional”, integrado por “entidades territoriales autónomas y territorios especiales”, y proclama su respeto por la identidad cultural de los pueblos indígenas. Siempre he creído que la integración en un mismo proyecto de comunidad solo puede fundarse en el respeto a la diversidad de quienes la componen.

La Constitución proyectada es también innovadora en el completo catálogo de derechos que consagra. Así, llama la atención la rotundidad con que aborda el tratamiento de la discriminación. Hay que destacar que estemos en presencia del primer texto constitucional elaborado por una convención constituyente de carácter paritario. Y si fue paritaria en su origen, no podía sino tratar de serlo en su contenido normativo, para hacer efectivamente posible una sociedad en que mujeres y hombres compartan el protagonismo.

Por último, no se puede pasar por alto hasta qué punto el texto constitucional está atravesado por la preocupación medioambiental. Es verdad que las consecuencias provocadas por el cambio climático deben afrontarse globalmente, pero solo con conciencias nacionales vigorosas se podrá dar la imperiosa respuesta que se requiere. La propuesta chilena me parece ejemplar en este sentido.

Termino como empecé, manifestando mi afecto y mi respeto por el pueblo chileno. Y, desde este respeto, me atrevo a expresar que el “apruebo” puede suponer un paso adelante decisivo, una opción en favor del Chile que más admiramos, la de un país dispuesto a que la dignidad y la justicia social presidan su futuro.

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