La Navidad son las madres
Llega ese momento del año en el que millones de mujeres trabajan hasta la extenuación para una fiesta destinada a la decepción íntima, la crítica social y el ninguneo generalizado
“Crear un hogar que todos disfruten y funcione bien exige habilidad, tiempo, dedicación y empatía. Por encima de todo, ser el arquitecto del bienestar de todos los demás es un acto de inmensa generosidad”, escribe Deborah Levy en El coste de vivir. Y sigue Levy: “Esta tarea sigue percibiéndose como eminentemente femenina. En consecuencia existen todo tipo de palabras para empequeñecer ese esfuerzo inmenso”. Y yo añado: Navidad es una de esas palabras.
La Navidad es ese momento del año en que millones de madres trabajan hasta la extenuación para una fiesta destinada a la decepción íntima, la crítica social y el ninguneo generalizado. De modo que estos días, mientras millones de mujeres van al mercado (a “la plaza” cuando viven en el Norte), reservan langostinos, localizan manteles, sacan los adornos del árbol del altillo, cocinan muy por encima de sus posibilidades, comparan las ofertas de turrones, preparan las casas para recibir invitados, compran juguetes con precios imposibles y piden una silla a la vecina porque falta una en el salón, aparecerán análisis sobre el consumismo excesivo de estas fiestas, el despilfarro de luz, los excesos calóricos propios, todo tipo de bodegones de regalos sofisticados, historias de amor relacionadas con el azar de la lotería y rigurosos estudios sobre el gasto medio por habitante. Un año más, se hablara de todo menos de ellas. Y así, el esfuerzo inmenso de muchas se empequeñecerá hasta hacer desaparecer a las arquitectas de la Navidad.
Cuando leí a Deborah Levy eso de que las mujeres podíamos ser las “arquitectas de la felicidad” me pareció un poder casi divino y me reconocí como una posible diosa. Confieso que hasta me lo creí. Pensé que sería capaz de construir los cimientos de un hogar feliz y creí además que “debía” hacerlo. Y, como no podía ser de otra manera, años después de arduos esfuerzos, caí en el abismo que implica siempre (y sin excepción) el “deber ser” femenino. No en vano, maternidad y timo se escriben con las mismas letras. Y lo peor es que se trata de una trampa que no depende de cada una, sino que la sociedad entera ayuda a las madres (y esposas) a creernos dueñas de un poder que no tenemos (pues ningún ser humano puede ser arquitecto del bienestar ajeno) y a responsabilizarnos de una tarea condenada al fracaso antes incluso de comenzar. Así, la arquitectura familiar es aquella que antes o después se revelará ruinosa, pues allí donde pensábamos levantar un castillo solo encontramos desolación o, en el mejor de los casos, una pequeña tienda de campaña. Pues bien, esa intemperie se revela con particular empeño en Navidad. En esta época, el sacrifico amoroso de millones de mujeres se oculta con especial ahínco, como si fuera un importante secreto. La Navidad son las madres, eso lo sabemos todos, pero es importante ocultarlo, hacer como si su esfuerzo no existiera para seguir “creyendo en la magia”. El problema es que la magia se convierte en pura mentira cuando supone el sacrificio silencioso de otra persona. Y así, la Navidad termina pareciéndonos tan falsa como la máscara misma de la infelicidad. Es por eso que estos días somos acosados en redes, revistas y centros comerciales con imágenes de sonrientes y perfectas familias vestidas con idéntico pijama de renos (mascotas incluidas). Familias todas que nos parecen mentirosas sin siquiera conocerlas.
¿Cómo puede ser que el esfuerzo amoroso de tantas “arquitectas del bienestar” quede convertido en un disfraz barato? Sucede porque ocultarlas a ellas implica ocultar su amor, incluso olvidarlo, hacer de hecho como si no existiera. Y sucede también porque las mujeres somos al mismo tiempo las creadoras de esta arquitectura vital y sus víctimas. “Ninguna mujer está completamente integrada en las instituciones concebidas por la conciencia masculina”, escribió Adrianne Rich. Y Deborah Levy le respondía en otro libro, Cosas que no quiero saber, con la siguiente perla: “Para mí empezaba a evidenciarse que la Maternidad era una institución concebida por la conciencia masculina. Esta conciencia masculina era inconsciencia masculina. Necesitaba que sus socias, que además eran madres, pisotearan sus propios deseos y atendieran primero a los deseos masculinos y luego a los de todos los demás. Nosotras probábamos a anular nuestros deseos y descubríamos que se nos daba bien. E invertíamos gran parte de nuestra energía vital en crear un hogar para nuestros hijos y nuestros hombres”.
Por eso, por lo compleja que es la vida y lo trenzado que puede llegar a estar el amor con la decepción, la entrega con el abuso y la generosidad con la renuncia personal, creo que deberíamos reconocer a quienes alguna vez se esforzaron en ser las arquitectas de nuestro bienestar. La Navidad son las madres, y sus hijas e hijos podemos dejar de hacer como que no lo sabemos. Y ya de paso, quitarles la carga de seguir siéndolo. Y hasta librarnos del peso de su empeño. Es verdad que todo está mezclado y que es difícil distinguir unos sentimientos de otros. Pero ante la duda, lo mejor es empezar siempre por el amor. Porque en el fondo eso lo único que de verdad distingue una Navidad de otra, una familia de otra, una vida de otra.
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