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MUNDIAL DE FÚTBOL
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Qué festejan?

Los argentinos enloquecen Buenos Aires para ensalzar a los que les traen la tercera copa, pero es posible que, además de la victoria, estén festejando la racionalidad que se esconde detrás

Carlos Pagni
Argentina festejos Campeón del mundo
Lionel Messi y la selección celebran con la Copa del Mundo la llegada a Buenos Aires.MARTIN VILLAR (REUTERS)

Los argentinos están homenajeando a su selección nacional de fútbol en una ceremonia nunca antes vista por sus dimensiones ni por su intensidad emocional. Es la consagración de esos jugadores. Literal: su elevación a un lugar sagrado. La celebración se improvisó en los cruces de las grandes avenidas de todas las ciudades del país. Su centro estuvo en Buenos Aires, en el obelisco. Hasta allí concurrió, espontánea, la multitud que festejó el domingo pasado el triunfo sobre Francia.

Allí volvió este martes, para encontrarse con el equipo recién llegado de Qatar. La movilización desbordó el centro de la ciudad, bloqueó las autopistas, saltó de escala. Más de tres millones de personas en un frenesí que se volvió caótico. Los futbolistas debieron suspender su recorrido en un ómnibus de doble piso, descubierto, por la inseguridad para circular. Terminaron en un saludo simbólico, desde un helicóptero en el que pasearon, se presume, Lionel Scaloni y Lionel Messi con la copa.

La movilización superó con creces las mayores concentraciones de la historia nacional. En el mismo lugar al que pensaba llegar el seleccionado, Raúl Alfonsín reunió “apenas” a un millón de personas para clausurar su campaña electoral en octubre de 1983. Era el final de la sanguinaria dictadura militar. Hoy se triplicó el número de gente que salió de sus casas a festejar. En esa magnitud cabe cualquier cosa: alegría, gratitud, fanatismo, irracionalidad.

¿Qué festejan? Por supuesto, el fútbol. Pasaron 36 años desde que el país ganó su última copa. La segunda, la de México, la del gol de Maradona a los ingleses, que aspira a ser el mejor gol de la historia. Los argentinos se reencuentran con esa alegría, estimulada por varias peculiaridades. La de un comienzo frustrante, frente a Arabia. La de un desenlace de infarto, por su dramatismo.

No son las únicas notas singulares. Este triunfo en un mundial fue distinto de los anteriores. Por primera vez encuentra a los argentinos integrados en un consenso muy poco frecuente. La que salió a las calles en 1978 era una sociedad fracturada por la represión militar. En los sótanos de esa Argentina ejecutaba sus atrocidades el terrorismo de Estado. En 1986 la contradicción no era política sino deportiva. Los seguidores de César Luis Menotti, el técnico de 1978, impugnaban a Carlos Bilardo, que debió resistir a los funcionarios de Alfonsín que querían desplazarlo. En este 2022, alrededor del equipo de Lionel Scaloni no hay polarización alguna. Los argentinos, que han pasado más de dos siglos de su historia en un incesante enfrentamiento, se desconocen a sí mismos en esta unanimidad. ¿En qué minuto habrán experimentado una armonía semejante? ¿Hace ya casi 10 años, en marzo de 2013, cuando Jorge Bergoglio fue elegido Papa? Quizás.

En el centro de estos fastos está Messi. Lo mejor de la celebración es para él. Es su apoteosis. No se trata sólo de la exaltación de un prodigio deportivo, el proveedor de incontables alegrías. Esta vez hay algo más: se ovaciona al capitán. En Qatar se pudo ver el resultado de una metamorfosis. La del astro solitario, recortado, inalcanzable, que se transforma en líder de un conjunto. Messi fue otra vez el delantero de un virtuosismo fronterizo con la magia. El que hace el gol o el que diseña la jugada de la que va a salir el gol. Pero fue más. Se puso a cargo del equipo, contuvo a los demás y desde la altura inimitable de sus capacidades, demostró que el todo es más que la suma de las partes. Los argentinos descubrieron a un nuevo Messi y aplauden también ese espectáculo.

Este inventario de motivos es insuficiente para explicar la algarabía que se vive en el país. En esa alegría parece haber algo más. Hay que buscarlo en la política. Porque en la peripecia de cualquier seleccionado palpita un factor político ineludible. Es sencillo: el fútbol se ha convertido en el misterioso reducto de la identidad nacional.

Comprender este aspecto del fenómeno obliga a quitar la vista del centro de la escena. Hay que observar el contexto. Los que salen, gozosos, sin obedecer a convocatoria alguna, a envolverse en la bandera para tomar las calles, forman parte de una sociedad desencantada. Los investigadores de la opinión pública están azorados ante las respuestas que obtienen en sus encuestas cualitativas. Es habitual que las mujeres y los hombres consultados se pongan a llorar cuando se les hace hablar de su vida cotidiana. Lagrimea el que sale de paseo con su hijo y no puede llevarle al cine porque el precio la entrada desequilibra todo el presupuesto. Solloza el que comenta que debió cambiar a su hijo de colegio porque la cuota se había vuelto inaccesible. Se quiebra la señora que no sabe cuando volverá a ver a sus nietos porque su hijo decidió mudarse de país. “¿Y la política? ¿Qué hace frente a todo esto?”. Responde uno de los invitados a esos focus group: “La política es un circo vacío. Los políticos siguen haciendo su show, pero el público se ha ido”.

El desasosiego que aparece en esos testimonios tuvo una manifestación técnica el año pasado. Las legislativas de 2021 fueron las elecciones con mayor abstención de la historia de la democracia refundada en 1983. En un país en el cual el voto es obligatorio, dejó de asistir a los comicios más del 30% del electorado.

No es difícil conjeturar las razones de esa indiferencia. Desde hace una década la economía está estancada. La inflación ha ido en aumento durante 15 años y ya alcanza el 100% anual. El salario se derrumba y el único empleo que se expande es el informal. Legiones de trabajadores de clase media caen en la pobreza, que se ha estabilizado en alrededor del 40%. La pandemia golpeó en ese cuadro previo y creó más de dos millones de nuevos pobres. El 70% de la población cree que el año pasado ha sido mejor que éste y que éste es mejor que el que vendrá.

En contraste con esta desolación actúa una clase política facciosa. Las propuestas de cada corriente, el Frente de Todos, de Cristina Kirchner, o Juntos por el Cambio, de Mauricio Macri, parecen agotarse en la estigmatización del otro contrario como causante de todos los problemas. Es una conflictividad estéril. Los gobiernos pasan pero la crisis continúa. La incompetencia se generaliza. Ayer hubo una demostración estridente: a pesar de que se sabía que se desataría una marea humana, a los funcionarios les fue imposible coordinar un operativo de seguridad. “Scaloni, armá el equipo de gobierno”, es una broma que circula por las redes. La repetición de los errores hace que el público vaya dejando el circo. El diagnóstico figura en los manuales: en la Argentina se está profundizando una crisis de representación.

Contra el telón de fondo de esta apatía pastosa los festejos adquieren un significado que excede al fútbol. Los argentinos parecen recuperar, a propósito de la saga de su seleccionado, una vibración no experimentada durante mucho tiempo. El deporte les provee esa motivación, ese entusiasmo, que les retacea la política.

El objeto de esa veneración es, para algunos, muy concreto. Agradecen un resultado. Los goles y la copa. Otros están conmemorando algo más brumoso e impreciso. Saludan un método, una disciplina. Porque la selección que se llevó la victoria de Qatar había naufragado en el mundial de Rusia. Decepcionado, impotente, Messi amenazó con renunciar al equipo. Al borde del colapso, Claudio Tapia, el presidente de la Asociación del Fútbol Argentino, le entregó el bastón de mando. Messi selló una alianza con Scaloni. Ambos volvieron a las fuentes. Al espíritu de aquel equipo de José Pekerman, que los dos integraron para disputar el mundial de 2006, en Alemania. Convocaron a nuevos jugadores, rearmaron el medio campo, diseñaron una estrategia, se abrazaron a un estilo: sobriedad, inteligencia, garra.

Los argentinos saturan las calles de las principales ciudades y enloquecen Buenos Aires para ensalzar a los que les traen la tercera copa de un mundial. Muchos acaso no lo saben pero, además de la victoria, estén festejando la racionalidad que se esconde detrás toda victoria. Salen al encuentro de un conjunto de personas y de una cultura en los que se sienten representados. No es un mensaje político. Pero es un mensaje que los políticos deberían descifrar.

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