Las democracias no mueren de infarto
Es importante ser conscientes de que este peligro existe y que la única vacuna es el fortalecimiento de las instituciones y una ciudadanía vigilante
Hasta los intentos de golpe, lo acabamos de ver en Brasil, se empapan del espíritu del tiempo. Convocatoria mediante las redes y toda esa gestualidad tan apta para ser visualizada por la televisión y el ciberespacio: estetificación banal —recuerden al personaje de los cuernos sentado en la mesa de la presidencia de la Cámara de Representantes estadounidense haciéndose selfis o la uniformización amarilla de los brasileiros—. Se salta de lo virtual al mundo real como si se tratara de su prolongación natural. La consecuencia inmediata es que, una vez reprimidos, cunde el desconcierto entre sus protagonistas. ¿Pero es que acaso no éramos los buenos, los que íbamos a salvar al país? Aquí es donde se manifiesta su aspecto más posmoderno. Cada cual se cree su verdad tribal; la realidad objetiva ha desaparecido detrás de relatos interesados. Il n’y a pas hors de texte, que diría el bueno de Derrida. Todo consiste en contar milongas y que luego haya gente lo suficientemente infantilizada para creérselo, como ocurre con las teorías de la conspiración. Todo es discurso. Si luego el mundo de lo real no se adapta a él, pues peor para el mundo, aunque este se cobre luego su venganza.
Si no fuera una cosa tan seria —recordemos que en la toma del Capitolio hubo hasta varios muertos—, la reflexión anterior estaría justificada. No, aunque no sean comparables a las anteriores asonadas “modernas”, no podemos dejar de señalar sus peligros. Sin embargo, tengo para mí que no es así, mediante masas irrumpiendo en las instituciones, como mueren las democracias. Es más, casi hasta facilitan el reforzamiento de sus anticuerpos. Las democracias de hoy no mueren de infarto o de ictus, sino de cáncer; no mediante un shock, sino por una metástasis progresiva por todo el cuerpo político hasta que se produce el fallo multiorgánico. Es un golpe a fuego lento, casi imperceptible, pero que está bien claro en el manual populista. El objetivo primero es tomar el Estado, además del Gobierno. Y esto presupone la eliminación o patrimonialización de todo el sistema de contrapoderes, muy en particular el poder judicial. Colonizar las instituciones e instrumentalizarlas con fines partidistas. La mayoría, siempre coyuntural, puede así aspirar a hacerse permanente. A continuación, o de modo paralelo, el objetivo es desacreditar toda oposición, ya se trate de otras fuerzas políticas o de los medios no favorables; ignorar el pluralismo, que el pueblo hable “con una sola voz”, la que emite el líder o sus secuaces; silenciar al disidente.
Algunos lo hacen de forma más o menos sutil, como en Hungría y Polonia; otros de forma descarada, como hemos visto en América Latina o en la Turquía de Erdogán, donde incluso se encarcela a sus posibles adversarios electorales. Y otros, en fin, los que no lo consiguen, recurren a las bufonadas con las que comenzábamos. Lo importante es ser conscientes de que este peligro existe y que la única vacuna es el fortalecimiento de las instituciones y una ciudadanía vigilante. Estamos advertidos.
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