Demasiado alto
Me imaginé cortando lazos, apagándome de a poco. ¿Cómo sería?
Meses atrás, en mi casa de Buenos Aires, me topé con el documento de emancipación que me dieron mis padres cuando yo tenía 14 años. Desde esa edad, me autorizaron a casarme o a cruzar fronteras, entre otras cosas. Sin embargo, no permitían que regresara de la discoteca más allá de las cuatro de la mañana y reprobaban que tuviera novio. Salí de esa mezcla, de ese menjunje: dos tipos dispuestos a dejarme ir a Tombuctú y, a la vez, preocupados por preservar mi himen. Todo puede ser al mismo tiempo. Hoy salí a correr tarde. Cuando llegaba a los portones de la casa en la que vivo por estas semanas, en la Costa Brava, me crucé con N. que volvía de correr. Nos saludamos, hablamos del clima. Poco después, me envió un mensaje que decía “Corre, corre, corre”, y un enlace a una canción. Para entonces, yo trotaba bordeando un campo iridiscente de trigo que empezaba a espigarse. Dentro de un tiempo, cuando las espigas estén altas y todo sea un mar de oro, ya no estaré aquí. No habrá para mí álamos tintineantes, ni campos de colza enloquecidos, ni un mar de plata, ni mensajes con canciones de estreno. Me imaginé cortando lazos. Apagándome de a poco, como la computadora Hal 9000 de 2001: Una odisea del espacio. ¿Cómo sería? Activar una respuesta automática sin fecha de vencimiento en el correo electrónico: “No estoy”. Dejar, de a poco, de responder los mensajes de WhatsApp. Quedarme aquí agazapada, oculta entre las encinas, el verdor tremendo, las piedras antiguas, mirando el lomo del mar y recordando cada tanto lo que dejé en el sur. Pero desaparecer completamente es una aspiración demasiado grande. Me falla el coraje para llegar tan alto. Hay un verso de Precious Arinze que dice: “Estoy tratando de decir que los sentimientos son como los ríos: siempre/ se están yendo. Quiero decir que todos mis deseos son más valientes que yo”. Por ahora, eso es verdad.
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