Galdós y la política de pactos
Es llamativo que en nuestros tiempos soslayemos una debilidad de PSOE y PP: ambos partidos han renunciado a ir solos a ninguna parte. Pero varias circunstancias, justas o injustas, juegan a favor de Feijóo
Quizá no sea el momento más ejemplar, pero sin duda es uno de los más entretenidos de la política española: esas semanas en que las elites madrileñas —política, empresa, alto funcionariado— creen oler un cambio de Gobierno y se activan los atávicos resortes galdosianos de nuestra Administración. De aquí a las elecciones, ya hay quien se ve destronando a su director general o se imagina presentando credenciales, con más medallas que Michael Phelps, como embajador en las Quimbambas. Pero —como decía el Villaamil de Miau—, “no hay justicia, ni nadie se acuerda del mérito”, por lo que otros tantos sienten ahora cercano el día de recoger los bolis y empiezan a moralizar sobre la caducidad de las esperanzas cortesanas. Tan propia del Medievo, la rueda de la fortuna ha tomado la forma de puerta giratoria en nuestros días: unos irán a un consejo de administración; otros blandirán su currículo —quizá tres años, ay, como asesor raso de carné— ante las misericordias de la vida. Lo dice Casalduero en su edición de Galdós: “Morir es quedar cesante”.
Curiosamente, si algo debiéramos haber aprendido en la última década es que subestimar a Pedro Sánchez tiene sus peligros. La convocatoria de elecciones responde a la intuición de que detener una hemorragia puede ser difícil, pero revertir meses de gangrena en el Gobierno es imposible. A Feijóo, en todo caso, se le ha quedado un momento de feliz coincidencia astral. Mantiene el efecto halo de partido vencedor en las elecciones y —aún más— un ciclo electoral virtuoso desde las andaluzas. Tenía tiempo —hasta Valencia— para dormir la pelota en las negociaciones con Vox. Puede contar con la desmoralización de unos cuadros provinciales socialistas cuyo papel ahora es transmitir entusiasmo, pero a quienes —quizá tras perder el 28-M— todavía les han metido mano en las listas electorales. A Feijóo le asisten también los problemas del socialismo para hilar su discurso: si la alerta antifascista ha tenido resultados melancólicos, tal vez se llega tarde a redirigir el foco hacia la economía. En cambio, el PP se ha compactado ante la expectativa del poder: puede que Moreno Bonilla sea canción ligera y Ayuso sea heavy metal, pero —al menos por un tiempo de tregua— la canción es la misma con distintos arreglos. Al gallego incluso le favorece lo mal que cuadran los tiempos para las ambiciones nacionales de la madrileña. Lejos ya del mando férreo de García Egea, el margen de libertad concedido a los líderes autonómicos por Génova fortalece un proceso de baronización del PP que, en marcha desde tiempos de Rajoy, no solo alivia a los mandos regionales: también los aglutina por el éxito electoral. Al menos, de nuevo, por un tiempo de tregua.
Otras circunstancias, justas o injustas, socorren a Feijóo, y en todo caso contribuyen a explicar el porqué del voto de resentimiento o desquite emitido el 28-M. Un cansancio de polarización que es también un anhelo de orden. La percepción del desfase entre una izquierda moralista —cuando no regañona— que parece excitarse más con la Agenda 2030 de lo que se preocupa por la cesta de la compra. El propio acelerón moral que —de la transición energética a la ley del solo sí es sí— ha ido recalentando a la derecha mientras la izquierda se escuchaba en la cámara de eco de su superioridad cultural. Desde luego, uno puede estar a años luz de Jorge Buxadé y, al mismo tiempo, satirizar a cierta elite progresista como el privilegiado que aterriza en Davos con su avión privado para alertarnos sobre el cambio climático.
Es llamativo que en nuestros tiempos soslayemos una debilidad de PSOE y PP: ambos partidos han renunciado a ir solos a ninguna parte. Pero es revelador que algunos elogios al Gobierno de coalición tengan gusto de elegía. Como lo es que, en el fondo, la marquetería de los pactos sanchistas pueda ser mucho más exigente que los pactos postelectorales del PP: el PSOE necesita a un tutti-frutti indigesto de partidos y llega ya con un historial de erosión. Y Feijóo puede permitirse una coartada: cuesta mucho explicar por qué el sí a Otegi —o a Esquerra— y el no a Abascal.
Con Rajoy la sangría era Ciudadanos: Vox eran parte, aún, de los frikis de Arriola. Con Casado nunca se acertó: primero se les trató como hermanos descarriados y luego como enemigos metafísicos. Feijóo se ha dejado un amplio espacio para la ambigüedad, como —por cierto— con un programa del que solo se conoce la parte de “derogar el sanchismo”. Pactar con Vox es problemático: basta fijarse en Castilla y León. Y es de temer la conflictividad subsiguiente, tanto como su eco europeo: a la vez, España difícilmente es el único país con un partido de derecha identitaria, y Vox es consciente del escaso recorrido de su sensibilidad anti-UE.
Es una ironía que, tras ser una llaga sangrante para el PP, ahora Vox pueda verse en la disyuntiva de aupar a “la derechita cobarde”, dejar vía libre a la izquierda o prolongar caos institucionales. Al mismo tiempo, la situación aclara las cosas: el PP como un partido de centro liberal más parecido a UCD o Ciudadanos y Vox en el papel de los años recios de AP. No está mal que sean cada vez más diferentes.
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