Contra los gruñidos de Ternera, la sutileza musical de las víctimas
El estreno del documental de Jordi Évole no es un triunfo de ETA, sino la normalidad de una democracia libre que el dirigente terrorista quiso destruir a bombazos
Si nada se tuerce, el viernes se estrenará en San Sebastián No me llame Ternera. Podremos entonces opinar con criterio, y sus autores, Jordi Évole y Màrius Sánchez, podrán responder a las críticas sobre el contenido, conduciendo la polémica por los caminos naturales de una democracia con libertad de expresión. Olvidaremos así que Évole y Sánchez tuvieron que defenderse en abstracto de varios ataques preventivos en forma de manifiestos, alguno apadrinado por figuras a las que admiro e incluso quiero. Comprendo que les hierva la sangre al ver al jefe eterno de ETA en una alfombra roja. A mí también me asquea que un público endomingado escuche a un asesino de niños con el silencio y el respeto que él nunca concedió a nadie, pero la censura previa está fuera de lugar: sean cuales sean la calidad y el sentido de este documental, su estreno no es un triunfo de ETA, sino la normalidad de una democracia libre que Ternera quiso destruir a bombazos.
El mal despierta una fascinación enorme, pero casi siempre defrauda. Los asesinos rara vez son supervillanos de James Bond o genios asociales como Unabomber: suelen ser gentuza simple y más bruta que un arado. La complejidad y la sutileza propias de las víctimas no son virtudes atractivas para Netflix, que prefiere a los malos.
Dice Mario Calabresi en Salir de la noche, uno de los libros que más me han emocionado este año, que las librerías italianas están saturadas de testimonios y reflexiones de terroristas, pero apenas existen sobre víctimas. Pasa algo parecido en España, donde es fácil encontrar biografías de etarras (el propio Josu Ternera tiene una a cargo de Florencio Domínguez), pero casi no hay literatura sobre sus asesinados y familiares. Pese a excepciones notables, como el ensayo de la directora de este diario, Pepa Bueno, titulado Vidas arrebatadas: los huérfanos de ETA, el vacío sigue siendo inmenso, y llenarlo es la única forma de contrarrestar el protagonismo de los victimarios.
Contribuye (y mucho) a que la balanza no esté tan desequilibrada un libro recién publicado: Eso que llamabas paraíso, de Ricardo Casas Fischer y Francisco Uzcanga Meinecke. Con una mirada limpia de rencores (aunque también sin perdones) que recuerda a la de Calabresi, cuenta la vida del hijo mayor de Enrique Casas, dirigente socialista asesinado en San Sebastián en febrero de 1984. Su funeral fue una de las primeras catarsis cívicas contra el terror, y la historia de cómo su hijo adolescente sublimó el trauma con música es mucho más honda y digna de atención que los eructos de un fanático.
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