Una idea para mover a Europa
Jorge Semprún defendió que este continente debía entenderse como “una figura espiritual” donde lo relevante era conseguir “la unidad en la diversidad”, como sugirió el filósofo Edmund Husserl
En Eslovaquia, el partido que ha obtenido más votos en las elecciones parlamentarias del domingo es una fuerza nacionalista, xenófoba, que simpatiza con Putin. No quiere saber nada de aceptar refugiados, no le interesa que la Unión cambie la unanimidad como método en la toma de decisiones, no apoya la integración de Ucrania en el club de Bruselas. Es un país pequeño, de unos cinco millones y medio de habitantes, y no tiene un peso muy relevante en el conjunto de los Veintisiete, pero lanza una pésima señal. Viktor Orbán, el primer ministro de Hungría, ha celebrado la victoria de Robert Fico al frente de Smer-SD (Dirección-Socialdemocracia eslovaca) y ha dicho que “siempre es bueno trabajar con un patriota”. Fico tendrá que buscar aliados para poder gobernar y, de imponerse sus posiciones, habrá en la Unión otro Gobierno que desconfía del proyecto europeo.
El historiador Tony Judt ya lo advertía en una colección de conferencias que dio en Bolonia en 1995, y que reunió en su libro ¿Una gran ilusión? (Taurus), donde decía que Europa tiene connotaciones poco halagüeñas para los habitantes del Este, que Bruselas representa para ellos la imagen del rico indiferente, que desconfían de sus libertades y su espíritu cosmopolita. Unos años después, el 1 de mayo de 2004, se incorporaron a la Unión la República Checa, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Letonia, Lituania, Chipre, Malta, Polonia y Hungría. Con esa ampliación se dio un salto enorme, que Judt temía que fuese precipitado. El profundo desdén de algunos de estos países por el Estado de derecho, una pieza angular del proyecto, ha demostrado que igual estaba en lo cierto. “Europa no es tanto un lugar como una idea”, decía también entonces Judt. Ayer los líderes de los Veintisiete participaron en Granada en una cumbre de la Comunidad Política Europea —un organismo en el que están incluidos otros 17 países del continente y que se surgió con la guerra en Ucrania— y tratarán hoy de la nueva ampliación, de procedimientos y fechas, de las reformas que hacen falta para llevarla a cabo. No es mal momento para preguntarse qué idea mueve a Europa en este momento, qué pretende en un nuevo mundo desgarrado por la guerra de Putin en Ucrania.
Jorge Semprún —este año se conmemora el centenario de su nacimiento— procuró dar una respuesta a esta cuestión. Lo hizo cuando la Unión Soviética se había ido a pique: las coordenadas que marcaron el siglo XX se diluyeron hasta quedar en nada y los que habían creído en el comunismo como un proyecto liberador constataban su radical fracaso y buscaban otros caminos para seguir combatiendo por un mundo mejor. La democracia fue para algunos de ellos la condición necesaria para librar esa batalla; Europa, el marco donde llegar más lejos en derechos, libertades, justicia social.
En su libro Pensar en Europa (Tusquets), Semprún recogió una idea que el filósofo Edmund Husserl había formulado en 1935 en Viena, la de Europa como “una figura espiritual”. Se trataba de conseguir “la unidad en la diversidad” y armar un artefacto en el que se afirmarían, “en vez de dislocarse o difuminarse, las identidades regionales y locales”. Para Semprún, ese era “el proyecto más consecuente y más movilizador para la izquierda europea”. ¿Pura palabrería? Quizá, pero sin palabras, y sin ideas, Europa está muerta.
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