En el colegio
Es inexplicable que en un país en el que una gran mayoría seguimos manejando los valores cristianos como una hoja de ruta que nos ayuda a elegir con acierto nuestra posición moral y personal este escándalo no nos haya obligado a sacudir las alfombras y a ponernos delante de un espejo
El informe del Defensor del Pueblo sobre los casos de abusos a menores en instituciones católicas no deja espacio para el comentario. Los datos son abrumadores y se suman a los testimonios acumulados por la labor periodística y la valentía de denuncia de una parte mínima de las víctimas. Aún hoy, donde por fin hay un notable apoyo social a quien ha padecido estos episodios, me resulta admirable cada una de esas personas que abandona el espacio confortable del silencio y da un paso adelante para airear su caso. No nos hacemos cargo de la valentía que hay que atesorar para, tras una vida en apariencia resuelta, regresar al espacio del dolor y la humillación. No, la Iglesia no les va a dedicar jamás un homenaje reparador, porque para hacerlo antes tendría que asumir sin ocultaciones la responsabilidad. Y no, tampoco la sociedad los va a acoger con el necesario calor porque en el daño estamos todos implicados. Quienes fuimos rozados por la oscura garra del abuso en esas instituciones sabemos que nos salvamos de sufrirlo por una suerte particular: contábamos con la fortaleza y el amparo familiar, con la información suficiente y una salvadora solidez del entorno. Las víctimas eran elegidas precisamente por su fragilidad. Doble crimen, pues quien agrede al indefenso es dos veces culpable.
El número es escalofriante. Cerca del medio millón de personas fueron víctimas de abuso en colegios y recintos de los que se esperaba protección, formación, acogida. La cifra, lo repito, habla por sí sola, porque detrás de cada caso hay una vida sacudida para siempre, una sexualidad traumatizada y una dificultad enorme para establecer relaciones relajadas con otras personas. El daño tras la cifra es casi una explosión social que explica el silencio cómplice. Estamos todos salpicados. Qué bien aprendimos en el colegio una lección tan siniestra. Es inexplicable que en un país en el que una gran mayoría seguimos manejando los valores cristianos como una hoja de ruta que nos ayuda a elegir con acierto nuestra posición moral y personal este escándalo no nos haya obligado a sacudir las alfombras y a ponernos delante de un espejo. Y esto no ha sucedido porque existe una lealtad enferma a la memoria colegial. Fue allí, en muchos casos, donde sucedieron las atrocidades. Y esa lealtad institucional mal entendida es la que permite al día de hoy que ciertos partidos estén cargando contra los inmigrantes que han llegado a Canarias y son repartidos con una mínima equidad por centros de acogida del territorio nacional. Son partidos y líderes políticos que además se presentan a las elecciones como valedores de la doctrina cristiana.
Un disparate así se permite por esa ley de silencio autoimpuesta según la cual los trapos sucios de nuestra casa han de lavarse en el silencio interno. ¿Pero se lavan? Llamar infecciosos, terroristas, invasores, delincuentes y rateros a quienes llegan a nuestras fronteras no se concibe desde aquellos que hemos sido educados en la doctrina cristiana. Y sin embargo, ni una palabra de aviso, ni una llamada a la mesura, al respeto y a la comprensión desde las altas instancias de la Iglesia. Ni tan siquiera una exigencia de moderación a quienes insultan al Papa como si no fuera quien es. ¿Por qué? Los silencios cómplices los aprendimos en el pupitre escolar, en repugnante día de lección.
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