La reina Camila y los pagafantas
La política, el activismo y la vida se nutren del conflicto para poder avanzar, una idea que debe tener clara hoy el feminismo
Mientras las redes sociales ardían comparando los píxeles del rostro de su sucesora al trono Kate Middleton, la reina Camila realizó un interesante gesto. Y no me refiero precisamente a irse de caza a Ciudad Real. Unos días antes, en el prestigioso festival Women of the World, que reúne a mujeres del ámbito de la cultura y la política, Camila quiso homenajear a las activistas sufragistas a través del uso de dos piedras en su discurso, que citó y enseñó públicamente. Las piedras que mostró la reina habían sido lanzadas el 27 de mayo de 1914 contra el palacio de Buckingham durante una protesta sufragista. En una de ellas se puede leer el mensaje: “Si se rechaza una comisión constitucional, debemos lanzar un mensaje escrito en piedra”. La otra anunciaba: “El hecho de ignorar los métodos constitucionales nos lleva a romper ventanas.”
Camila de Windsor, antiguamente Camilla Parker Bowles, dijo en su discurso que, pese a que condenaba la violencia de algunos gestos sufragistas, “en 1914 representaban esperanza para las mujeres que arrojaron estas piedras: la esperanza de que, en el futuro, no serían víctimas de su historia ni de las fuerzas sociales y económicas que se oponían a la igualdad de género. Por encima de todo, representaban la esperanza de que era posible, como dijo Christabel Pankhurst, ‘hacer de este mundo un lugar mejor para las mujeres”.
Este discurso, como sabemos, no supuso ningún escándalo. Que se proclame un discurso laudatorio sobre las piedras lanzadas contra el palacio y la institución que ella representa 110 años atrás está considerado hoy, cuanto menos, un hecho normalizado, civilizado incluso. El mundo ha cambiado y la corona, también. Nadie con algo de talante y que esté al frente de una institución anglosajona niega hoy la lucha sufragista —que se originó en Estados Unidos y pronto se extendió por toda Europa— y su reivindicación por el derecho a voto.
Lo que sí se suele olvidar es que hubo un movimiento antisufragista, que tuvo cierto calado entre los partidos conservadores, y que siguió las idiosincrasias de cada país. En Irlanda, se instó a las mujeres a poner por delante la causa nacionalista. En Australia el movimiento fue, ante todo, antisocialista. Y en EE UU, paradójicamente, el movimiento antisufragista permitió a algunas mujeres acceder a un espacio político a través de la búsqueda del veto al derecho igualitario al voto. Este hecho no es baladí: a través de la consciente oposición a la igualdad, ciertas escritoras como Annie Riley Hale o Molly Elliot Seawell obtuvieron notoriedad intelectual y política. Otras intelectuales, como Ida Tarbell, que primero argumentó en contra del derecho a voto de las mujeres, acabó fijando su posición a favor del movimiento sufragista en 1916.
Ser antifeminista da rédito. En contra de lo que dicen troles y columnistas ultraconservadores, lo verdaderamente exitoso es estar en contra de los avances de los derechos de las mujeres. Los mismos que apoyan públicamente el feminismo de Clara Campoamor y la nombran Hija Predilecta de la ciudad de Madrid, aplauden declaraciones pidiendo que haya un “día del hombre” o se niegan a los minutos de silencio cuando hay un asesinato machista.
Pero eso no es nada nuevo. La ultraderecha no tiene un problema con el feminismo. Es su caballo de batalla, y le sirve en la captación de adeptos. No hay mayor seña de identidad para partidos ultraconservadores que abanderarse en contra de los avances feministas.
No, el verdadero problema con el feminismo lo tiene la izquierda. En particular, los partidos surgidos en los últimos años. La salida de Irene Montero del Gobierno deja a los partidos más a la izquierda del PSOE con representación en el hemiciclo ante un verdadero dilema: ¿cómo abanderar las causas defendidas a lo largo de estos últimos años sin desgastarse por el camino? El problema no es exclusivamente político, sino de posición estratégica. ¿Qué feminismo va a encarnar aquel que ya ha sido asimilado por el poder? ¿Un feminismo que defienda a las trabajadoras migrantes sin papeles? ¿A las víctimas de agresiones sexuales que han tenido trascendencia e incluso acoso mediático? ¿Un feminismo que condene los abusos sistemáticos a los que son sometidas las menores en centros tutelados?
Durante años, aquellas mujeres que hemos crecido y madurado alrededor de la denominada cuarta ola feminista hemos oído que no es de recibo criticar públicamente a aquellas representantes institucionales con posicionamiento feminista para no desunir a un movimiento que es, fundamentalmente y desde su fundación, de base. Ellas han sufrido el desgaste de manera constante. Muchas mujeres con presencia pública en ámbitos culturales también. Pero, seamos sinceros, no son momentos fáciles. La izquierda que alcanzó vuelo en parte gracias al motor del feminismo que surgió a partir de 2017 como oleada mundial está dejando solas a las activistas, que, castigadas por la violencia digital y social, abandonan el espacio público y nadie se lleva las manos a la cabeza, solo aquellas que las conocemos. Muchas mujeres del ámbito de la política que marchan en primera fila en las manifestaciones de manera bienintencionada tienen en sus filas a machistas que ejercen violencia simbólica, laboral y de otros tipos. Unas cuantas lo saben y se llevan las manos a la cabeza, conscientes de lo que eso significa.
Por supuesto, no son las únicas. Sabemos que el machismo es transversal y ocupa todos los espacios que puede ocupar. Pero, como decía al inicio de este texto, la derecha no tiene este problema. La derecha española no ha asumido como propia la bandera de la lucha por los derechos de todas las mujeres. Por eso, cuando se denuncia públicamente a un agresor del ámbito progresista se regocijan. ¿El tío que hablaba en femenino es un mero machirulo? En las redes los troles los llaman pagafantas; nosotras los llamamos hipócritas. Pero desde la izquierda deja de haber declaraciones institucionales o compromisos directos con las mujeres que se atreven a denunciar a sus agresores. Ya ha pasado el tiempo de la mujer en primera línea política que posee una credibilidad activista. El espacio conservador ha ganado la batalla del abanico político: lo permisible es cada vez más suave, más conciliador, menos beligerante. Y aunque este último adjetivo, beligerante, pueda parecer que lo que digo es una buena noticia, no me lo parece. A las feministas les quedan ahora las asociaciones, sus amigas, y la calle. Que no es poco.
Pero la beligerancia queda ya denostada hasta para aquellas que declarándose feministas ahora se hacen a un lado cuando hay conflicto. Y no olvidemos que la política, el activismo y la vida se nutren del conflicto para poder avanzar. Es en ese conflicto en el que se manifiesta la dignidad de un progreso posible, para no quedar condenadas a la museificación de nuestras luchas colectivas, como piedras en manos de una amable reina que, desde su trono cabal, nos acepta 110 años después. Ya va siendo hora de volver a decir que los y las que miran al otro lado cuando hay conflicto nos tendrán enfrente. Porque de eso iba todo esto del feminismo. Y no de coronas, majestades.
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