‘Bruno’
“Podrás venir a verlo cuando quieras”, me dijeron. Pero no fui, no se va nunca: no se visita lo que se abandona
A Bruno, un gato apenas nacido, me lo empecé a encontrar en 2005 en la puerta de Diario de Pontevedra maullando, pobrecito, sin madre ni sustento. Después de un día con él allí, lo llevé a casa por la noche y se quedó sobre el sofá con los ojos como platos mientras yo leía en internet cómo se criaba un gato y, ya lanzado, cómo podía criarme a mí mismo. Le enseñé la casa y le di un biberón de leche. Empezó entonces a quererme de manera irremediable, y yo a él.
A los tres años nos cambiamos de casa y hubo que despedir a Bruno. No sé por qué me dejé convencer, pero al gato no se acostumbraban ni mi madre ni mi novia; supongo que hay pinzas imposibles. Hoy no me dejaría, entonces qué sé yo. También sé que ha muerto gente más importante y más querida, pero yo nunca he vuelto a llorar como ese día. Todo el camino a la finca en la que lo dejamos, y el momento de despedirme de él, dándole besos como a un futuro huérfano. Y el camino de vuelta. Y los días siguientes. “Podrás venir a verlo cuando quieras”, me dijeron. Pero no fui, no se va nunca: no se visita lo que se abandona.
Once años después, el 19 de enero de 2019, apareció un tuit: “Un saludo de Bruno”. Allí estaba él, gordo y feliz como Garfield. “Vive a cuerpo de rey en Caldas de Reis”, me dijo el chico. Y lo parecía. Mi rey Bruno, que lo recogí príncipe en la puerta de un diario en el que ya no trabajo, de una ciudad en la que ya no vivo, en una casa y con una novia que ya no tengo; ¿cuántas vidas caben en siete?
Miro la foto hasta volver a llorar, ahora no por el gato sino por el tiempo, y recuerdo de esa íntima obra maestra sobre la familia y la pérdida de Agustín Fernández Mallo, Madre de corazón atómico, la cita de Canetti que dice que cuando miras fijamente a un animal parece que dentro hay un ser humano que se está burlando de ti. Y ese ser humano, si te asomas dentro, eres tú.
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