Una reflexión sobre la desinformación
Las mismas redes que iban a emancipar al ‘Homo sapiens’ del siglo XXI han generado los peores virus a los que se puede enfrentar una sociedad abierta
Como no soy muy de rezar, voy a dedicar esta columna de la jornada de reflexión a, bueno, justamente, a reflexionar sobre una de las cuestiones más importantes que afectan a los procesos electorales en medio mundo. Es la desinformación, amigo. Sin información fiable no hay democracia, porque la gente no sabe lo que vota. Esto era una obviedad en el siglo pasado —por eso la prensa se llamaba el cuarto poder—, pero media docena de billonarios de Silicon Valley se han dedicado a fondo a erosionar el antiguo orden de cosas. Y el mundo los ha recibido con los brazos abiertos y el cerebro cerrado. La ingenuidad candorosa con la que varias generaciones de “nativos digitales”, que ya están bastante talluditos, se han tragado el cuento de que los medios tradicionales eran su enemigo y que las redes iban a liberarles de esa reclusión ha sido una catástrofe de la que ni hemos empezado a reponernos.
De manera tan predecible como el perro de Pavlov, las mismas redes que iban a emancipar al Homo sapiens del siglo XXI han generado los peores virus a los que se puede enfrentar una sociedad abierta. Una colección asombrosa de listillos, ignorantes y —peor aún— hordas anónimas con intereses inconfesados recibieron las redes como una oportunidad formidable para propagar sus ideas pequeñas y sus grandes falsedades. Con impresionante lentitud, los políticos europeos, e incluso los norteamericanos, se han empezado a dar cuenta de la gravedad del problema que leva 30 años paseándose por delante de sus narices. Pero en fin, nunca es tarde para escapar de un agujero.
Para desgracia de los farsantes y los intoxicadores políticos, la investigación sobre las noticias falsas y la desinformación es cada vez más intensa. Esto no ha ocurrido gracias a los gigantes californianos del sector, pero está ocurriendo de todos modos a pesar de ellos. Acabamos de saber, por ejemplo, que durante las elecciones presidenciales que Estados Unidos celebró hace cuatro años, el 1% de los usuarios de Twitter (ahora X) difundieron el 80% de las noticias falsas.
Que si la vicepresidenta Kamala Harris bromeó con matar a Donald Trump y Mike Pence, que si los votos republicanos se habían desviado a Joe Biden y no sé cuántas tonterías más supusieron el 7% de todas las noticias políticas que circularon por la Red, pero venían de cuatro gatos. Y los cuatro gatos ni siquiera eran anónimos, porque eran sitios como InfoWars y Gatewaypundit, que se dedican profesionalmente a propagar desinformación. Los científicos no tendrían la menor dificultad para identificar a las 2.000 personas que intoxicaron a uno de cada 20 usuarios de Twitter. De hecho, saben que la mayoría eran mujeres mayores, lo que es un dato bien curioso, ¿no? También saben que el 64% son republicanos, y el 16% demócratas. Ay, qué mal se avienen los datos a los teóricos de la equidistancia.
Todos solemos decir que la desinformación es un problema en nuestro tiempo, pero la verdad es que, en este caso concreto, la solución sería de parvulario. Bastaría adoptar unos límites muy simples sobre el número de retuits que puede tener un mismo contenido. Al usuario corriente eso le daría igual, pero al propagador de manipulaciones le haría polvo. ¿Saben esto los magnates de Silicon Valley? Oh sí. ¿Lo han hecho? No. Si queremos que lo hagan, tendrán que ser nuestros representantes políticos quienes les fuercen.
No solo son las elecciones. La desinformación también es dañina en cuestión de vacunación, cambio climático y polarización social en general. El problema se puede abordar, pero nos falta la colaboración de un agente crucial: los billonarios californianos. Las fuentes de intoxicación están cada vez más claras, y seguir protegiendo su “libertad de expresión” y su anonimato es una postura que cada vez entiende menos gente. Si no eres de rezar, reflexiona.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.