Los ojos puestos en Francia
La amenaza de la extrema derecha cuestiona todo un sistema de conquistas sociales
Una victoria de la extrema derecha francesa, que llegará a las próximas elecciones con grandes posibilidades de conseguirla, no sería solamente una catástrofe política. Lo que se juega en estas elecciones es la vigencia o la decadencia de todo un sistema de valores que ha producido —o facilitado o permitido— algunas de nuestras mejores conquistas sociales; pues podemos acicalar las ideas o hacer malabares retóricos, podemos buscar razones para el desafecto de tantos o bucear en el mar de los agravios perdidos, pero nada cambiará la realidad innegable de que este Reagrupamiento Nacional, el partido de Le Pen, representa una idea de sociedad racista, insolidaria y xenófoba, un nacional-populismo que se alimenta del odio y la paranoia, que juega con los miedos y enfrenta a los ciudadanos entre sí. No sé si tenga que explicarlo, pero el auge de una propuesta semejante en Francia, justamente en Francia, tiene un peso que tal vez no tenga en otras partes.
Y no sólo porque se trate de la segunda economía de Europa, ni por la cantidad de palabras importantes que suelen pronunciarse en la misma frase que el gentilicio francés: ilustración, por ejemplo, o derechos humanos. Dicho sencillamente, lo que pasa en Francia no se queda en Francia. Lo sabemos más o menos desde Metternich, aquel canciller austriaco, restaurador del Antiguo Régimen y antiliberal de vocación, que lo vio más claro que nadie: “Cuando Francia estornuda”, dijo, “Europa se resfría”. Y sí: Francia ha estornudado. ¿Qué pasa ahora? No quiero llevar la metáfora demasiado lejos, pero lo que habrá de verse es si el cuerpo tiene defensas suficientes para evitar que el resfrío se convierta en otra cosa. A mediano plazo, será necesario explicar por qué ha germinado como lo ha hecho un proyecto de sociedad basado en la intolerancia y el más craso supremacismo. Sí, llegará el momento para ese examen de conciencia; pero ahora mismo lo importante es cerrarles el camino a los extremistas. Por una vez, parece que la izquierda se ha dado cuenta. Y esa es una razón para la esperanza.
La forma que ha tomado la unión de los partidos de izquierda se llama Nuevo Frente Popular, y el nombre evoca una realidad muy concreta: el primer Frente Popular se fundó en 1936, como respuesta al auge de los fascismos de entonces, y esta suerte de reválida de los términos habla con elocuencia de las ansiedades que nos embargan en estos días difíciles. Digo que esta unión pasajera es una razón para la esperanza porque la izquierda ha sido con demasiada frecuencia incapaz de unirse, o ha sucumbido a luchas intestinas que sabotean sus mejores intenciones; y durante meses hemos sido testigos de los excesos irresponsables del irresponsable Jean-Luc Mélenchon, un populista o radical que ha jugado a la polarización y al enfrentamiento constante, a la demonización de los moderados y a un sectarismo peligroso: diciendo que Ucrania no tenía nada que temer de Rusia, por ejemplo, o que Putin era la solución para Siria, o menospreciando el problema del antisemitismo en Francia a la hora en que un líder del Partido Socialista sufría ataques todos los días.
Para mí es claro que Mélenchon, cara y voz de una izquierda atrabiliaria, alérgica al diálogo y sectaria de solemnidad, tiene su cuota de responsabilidad en el surgimiento de la extrema derecha que ahora puede llegar al poder. Cualquier parecido con otras democracias occidentales no es coincidencia, y haríamos bien en mirar con atención el fenómeno francés: cuando la única propuesta es el ruido y la furia, la cólera sin interruptor y la destrucción a conciencia del centro, la sociedad se va rompiendo en dos polos y las opciones se van reduciendo a los extremos, y el destino de todo un país se juega al cara y sello. Lo mejor que le puede pasar al Nuevo Frente Popular es que Mélenchon dé dos pasos atrás (o más, si puede), para que el partido que representa, liberado de su temperamento sectario y cizañero, pueda sentarse a hacer causa común y urgente con, por ejemplo, los socialdemócratas de Raphaël Glucksmann, una de las figuras más interesantes del momento. En las manifestaciones del fin de semana pasado, que reunieron en las calles a los que temen a la extrema derecha, salió a la superficie un sentido común que muchos echábamos de menos. En una pancarta se leía On s’engueulera plus tard: “Ya discutiremos luego”, o “Ya nos pelearemos más tarde”. Sí, más tarde podremos pelearnos todo lo que ustedes quieran; pero ahora la prioridad es distinta.
Las imágenes de esas multitudes me recordaron otras manifestaciones, otras calles llenas de gente. El año era 1996; yo vivía por entonces en París, igual que ahora, y una parte importante de la conversación francesa giraba alrededor de la extrema derecha y su relación con los inmigrantes: igual que ahora. Un grupo de africanos sin papeles —así se les conocería después— se habían refugiado durante varios meses, en varios lugares distintos, para postergar su expulsión del país y pedir su regularización. A mediados de agosto acabaron encerrándose en la iglesia Saint-Bernard; los cuerpos de seguridad rompieron a golpes de hacha las puertas de la iglesia para sacarlos por la fuerza, y la violencia de la escena resultó tan chocante que una profesora de literatura me dijo con lágrimas en los ojos: “Hoy me da vergüenza ser francesa”.
Por esos días, Jean-Marie Le Pen, presidente del Frente Nacional cuyos herederos directos hoy son mayoría, había lanzado una serie de ataques racistas contra los jugadores de la selección de fútbol. Dijo que ese equipo era “artificial” porque estaba lleno de “extranjeros”; amenazó con “revisar su situación” si ganaba las elecciones presidenciales. En los días siguientes señaló a esos jugadores con nombre propio: dijo que Loko era un congolés nacido en Francia, que Zidane era un argelino nacido en Francia, que Djorkaeff era un armenio nacido en Francia. Y entonces dijo: “Sería bueno encontrar jugadores en Francia”. Al entrenador de la selección, Aimé Jacquet, le preguntaron qué opinión le merecían las palabras de Le Pen, y contestó: “Yo no respondo a un payaso”. Por si alguien no lo sabe: dos años después, el equipo de Aimé Jacquet ganó para Francia la primera de sus dos copas del mundo. No recuerdo que el payaso haya dicho nada.
Veinte años después, en 2018, Francia ganó su segunda Copa del Mundo. La figura principal de aquel equipo extraordinario era un joven de 19 años, Kylian Mbappé, nacido en París de dos inmigrantes: un padre camerunés y una madre argelina. Ahora leo que Mbappé, frente a los micrófonos de los medios que cubren la Eurocopa, se ha referido a las próximas elecciones. “A mí no me apetece representar a un país que no comparte los valores de tolerancia, diversidad y respeto”, ha dicho. Uno de sus compañeros de equipo, Thuram, ha sido incluso más directo en su condena de Reagrupación Nacional. Thuram es hijo de otro de los campeones de 1998: son jóvenes nacidos en el mundo de Jean-Marie Le Pen y que ahora ven cómo buena parte de su país les abre los brazos a los herederos maquillados de esos viejos supremacistas. Un cuarto de siglo, un poco más, les ha tomado a los racistas llegar adonde están. Y yo, que nunca he pecado de optimismo, recuerdo lo que vi en las calles de entonces y pienso que Francia tiene cómo resistirse ahora. Ojalá no me equivoque.
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