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Columna
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Sigamos embruteciéndonos

Ante la descarnada batalla política, la confianza debería residir en las instituciones que no son de nadie. No hablo de la Corona y el Ejército, sino de las universidades y los medios

Ilustración Máriam B.
DEL HAMBRE
Máriam Martínez-Bascuñán

La democracia se embrutece. La complejidad del mundo se traduce en un ejercicio cada vez más simplista del poder. “En dos días soluciono la guerra de Ucrania”, dice Trump. El combate de ideas adquiere grandilocuencia (“combate”, nada menos) justo cuando nuestras ideas apenas alcanzan a ser eslóganes efectistas y vacíos. La democracia se embrutece cuando una polarización buscada hace que las elecciones pierdan eficacia democrática. Si cada vez estamos más fragmentados y divididos; si la base electoral de los “ganadores” se reduce en todas partes, las elecciones son menos que nunca un cheque en blanco para quien gobierna. Pero miren los interesados nombramientos de Trump, o a ese Macron envanecido imponiendo a Barnier. Los líderes actúan como si sus exiguas y contingentes mayorías aritméticas valieran para la totalidad. La voluntad popular es ese “plural de minorías” del que habla Rosanvallon; por eso es esencial reconocer y considerar a todo el mundo, y explicar lo que se hace.

El embrutecimiento de las formas democráticas también infecta a nuestra política. El Gobierno salta de unas posiciones a otras sin solución de continuidad ni explicaciones, ofreciendo en bandeja el argumento de que todo obedece a la pura estrategia de poder. Quienes soñaban en la investidura de Illa con un debate sobre la España federal (¡por fin la España federal!) se quedarán con las ganas en el previsible 41º congreso del PSOE. No es de recibo decir un día que jamás habrá una amnistía y defender al siguiente que es lo más conveniente para España, como tampoco lo es la infantil protesta de la oposición: ¡es que no estaba en el programa! Convengamos que, en un mundo regido por la incertidumbre y la urgencia, con contingencias locales e internacionales, la idea convencional de programa político ha envejecido bastante mal. La misma polarización debiera obligar a un ejercicio del poder con cierto reconocimiento entre Gobierno y oposición, pero no parece posible cuando la única motivación de quien controla al Ejecutivo sea hacerlo caer. Aitor Esteban se lo decía a Feijóo: “No esperó ni un día para dar por válidas las acusaciones de un delincuente confeso” y anunciar una moción de censura. ¿La defenderá Tamames? No parece que el ridículo le importe mucho al expresidente da Xunta de Galicia, como hemos visto todos, pero sobre todo Von der Leyen en Bruselas.

Ante la descarnada y descarada batalla política, la confianza debería residir en las instituciones que no son de nadie, y no hablo de la Corona o el Ejército, sino de las universidades o, a su manera, los medios de comunicación. También de los jueces, algunos de los cuales entran obtusamente en la refriega política alentando acusaciones cruzadas. ¿Judicialización de la política o politización de los jueces? Son el huevo y la gallina. Nadie sensato pone en duda la legitimidad del poder judicial, pero ya va siendo hora de que abordemos el debate de cómo funciona la justicia: sobre sus sistemas de reclutamiento y la estructura de la carrera judicial; sobre la formación y el equilibrio de sus poderes internos; sobre su falso autogobierno y la excesiva permeabilidad partidista. También sobre la relación entre la dejación de responsabilidades del Gobierno y el Parlamento y la intromisión, a veces burda y casi siempre torpe, de sus señorías. Respetemos a los árbitros, por supuesto, pero abramos también todos los debates que nos incomodan. O si lo prefieren, sigamos embruteciéndonos.

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