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TRIBUNA
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Putin, Trump y el temblor de los mapas

El expansionismo de los presidentes de Rusia y EE UU es una peligrosa inspiración para países menos poderosos que tienen contenciosos territoriales abiertos

U.S. President Donald Trump and Russian President Vladimir Putin
Putin y Trump, en junio de 2019 en una reunión bilateral en el marco de la cumbre del G-20 en Osaka (Japón).Kevin Lamarque (REUTERS)
Pilar Bonet

Vladímir Putin abrió la caja de Pandora en 2014 al anexionarse la península de Crimea, cuyo estatus de república autónoma dentro de Ucrania había sido reiteradamente reconocido por Rusia desde que la URSS desapareció en 1991.

Ahora, las ambiciones territoriales enunciadas por Donald Trump (comprar Groenlandia, hacerse con el canal de Panamá y juntar Canadá a EE UU) confieren un rango cualitativo nuevo al expansionismo ruso y, en cierto modo, lo “normalizan” en el club de los países con especial responsabilidad por el destino del mundo.

La anexión de tierras ucranias por Rusia ya era un mal precedente, pero todavía puede ser peor si, si en eventuales conversaciones para el fin de la guerra, Trump accediera a las exigencias de Putin, que no quiere “una corta pausa ni una tregua”, sino un pleno reconocimiento internacional de sus conquistas bélicas (cuatro provincias ucranias además de Crimea), que ya se apresuró a incluir preventivamente en la Constitución rusa.

El peligro hoy no está solo en Putin ni en Trump, sino en el ejemplo que sus acciones y bravatas suponen para otros Estados menos potentes, con contenciosos territoriales que hasta hace poco parecían “volcanes apagados” y que hoy se asemejan más bien a “volcanes dormidos”.

Rusia encuentra en Trump un estímulo para justificar su anexión de Crimea y para alentar a imitadores bajo el lema de la “autodeterminación”. “En los casos en los que una nación, que es parte de un Estado más fuerte, considera que no está cómoda en este Estado y que quiere autodeterminarse de acuerdo con la Carta de la ONU, el Estado grande está obligado a no oponerse, a no impedirlo” y “no como los españoles actuaron con Cataluña, no como los británicos actúan con Escocia”, ha dicho este enero el jefe de la diplomacia rusa, Serguéi Lavrov.

La “autodeterminación” está bien para otros, pero no en Rusia, donde cuestionar verbalmente la unidad del Estado puede ser castigado penalmente, según la legislación promulgada en 2014. Bajo el mandato de Putin, Moscú reprimió ferozmente a los independentistas de la república caucásica de Chechenia y ha reforzado de forma drástica la centralización del país. En 2018, se garantizó por ley la superioridad del idioma ruso en el sistema educativo estatal y se relegó el estudio de las lenguas nacionales de los pueblos no rusos al rango de actividades voluntarias con reducción de horas lectivas, incluso allí donde son lenguas oficiales. Guiado por un temor exacerbado al nacionalismo no ruso, el sistema dirigido por Putin procesa a activistas, prohíbe asociaciones, medios de comunicación y productos culturales.

Desde principios de siglo, los propagandistas rusos han intentado estimular la codicia de los vecinos occidentales de Ucrania para que cuestionen la integridad territorial de ese país. “Diez millones de personas” viven en Lviv y en territorios que “Stalin había entregado a Ucrania tras la Segunda Guerra Mundial, a costa de Polonia, Rumania y Hungría”, y “probablemente el ciento por ciento” de los que allí viven “quieren volver a su patria histórica”, dijo Putin en diciembre de 2023. Y agregó: “Los países que perdieron esos territorios, en primer lugar Polonia, sueñan con esa vuelta”.

Varsovia niega estas pretensiones y rechaza el juego ruso. Rumania y Hungría tampoco tienen reivindicaciones oficiales, pero ambos países practican una activa política de protección de sus respectivas minorías residentes en Ucrania (la minoría húngara sobre todo en la provincia de Transcarpatia y la rumana en la de Chernivtsi, la antigua Bucovina del Norte). Hungría, además, condiciona su aprobación al ingreso de Ucrania en la UE y la OTAN al respeto a las minorías. Rumanos y búlgaros son comunidades importantes en el sur de la provincia de Odesa (la antigua Besarabia del Sur o Budzhak).

A instancias de la Comisión Europea, Kiev modificó en 2023 (antes de iniciar conversaciones para su ingreso en la UE) la legislación sobre los derechos de las minorías nacionales, mermados en 2017 por las normas en materia educativa. Los derechos de las minorías, entre las que Budapest, Bucarest o Sofía han repartido pasaportes nacionales, son un asunto delicado que se recrudece en épocas electorales y también dependiendo de la intensidad de la política de asimilación practicada por Kiev. En los vecinos occidentales de Ucrania hay fuerzas nacionalistas, hasta ahora marginales, que alimentan viejos sueños. En Hungría, László Toroczkai, líder de Nuestra Patria, afirmaba en 2024 que, si Ucrania es derrotada por Rusia, Kiev debe entregar a Hungría el territorio de la Transcarpatia. En Rumania, Calin Georgescu, vencedor en la primera vuelta de las elecciones presidenciales el pasado noviembre, se refirió en 2022 a Ucrania como “un país inventado”. El resultado de los comicios fue anulado, pero Georgescu continúa su batalla política. En Bulgaria, Kostadin Kostadinov, una figura de extrema derecha simpatizante de Putin, ha advertido este mes de que “Ucrania se desintegra " y que Bulgaria debe reivindicar la “Besarabia búlgara” (el sur de la región de Odesa) en las futuras conversaciones de paz.

El caso de Rusia con Ucrania a partir de 2014 mostró que hasta los más sólidos acuerdos de reconocimiento de fronteras corren el peligro de difuminarse si llegan al poder fuerzas nacionalistas radicales en Estados que aparentaban estar cómodos en sus lindes reconocidas. Y, si eso sucediera gracias al doble ejemplo de Putin y Trump, el mapa político de Europa puede comenzar a temblar como un campo de volcanes que despiertan de su letargo.

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.
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