No somos cómplices de Bretón
No sé si leeré el libro de marras, pero ni escribirlo ni editarlo ni venderlo ni comprarlo convierte a quienes lo hagan en colaboradores del dolor de las víctimas

Hace un siglo, cuando empezaba en el oficio, me enviaron a cubrir el juicio de un horrendo crimen con el asesino y los hijos de la víctima presentes en la sala. Aún me asalta el tembleque y los sudores fríos que me entraban al tener que escribir la crónica cada tarde a toda leche. Era una pipiola en un mar de dudas. Escuchaba a la defensa y me apiadaba del aún presunto diablo. Escuchaba al fiscal y deseaba que acabara sus días entre rejas. Al final, con el acusado ya convicto, que no confeso, salí del tribunal con una calentura en el labio de los propios nervios y dos certezas entre ceja y ceja: que el periodismo de sucesos no era lo mío y que, si tuviera que ejercerlo, sería con el respeto, el escrúpulo y la humanidad con vivos y muertos de un buen médico forense en la mesa de autopsias. Pero soy periodista, no escritora. Y no es lo mismo, aunque se pueda ser las dos cosas.
El escritor, y su obra, no tienen por qué ser buenos ni bellos ni rigurosos ni ecuánimes. El periodista, y la suya, no deben necesariamente que acreditar las dos primeras virtudes, pero sí las dos últimas. Una obra literaria no es una noticia ni un reportaje ni una crónica, géneros sujetos a la deontología del periodismo. En una entrevista con un asesino el periodista tiene que confrontarlo, rebatirlo y colocarlo en su sitio en relación a sus víctimas, su entorno y su época. En idéntica tesitura, el escritor puede sin embargo ser un cobarde que ni se atreve a llamar a la víctima no ya para recabar su versión ni su permiso, sino siquiera para informarla por pura humanidad de algo que le atañe en lo más hondo, por miedo a que le arruine el proyecto. Un escritor y su obra pueden, en fin, ser malos, parciales, irresponsables, despreciables y denunciables por quien se sienta violentado en sus derechos, pero, para dirimir esos conflictos están los tribunales a la vista del texto y no a priori y de oídas. No, ni he leído ni sé si leeré el libro del que habla todo el mundo sin leerlo, si es que llega a publicarse. Pero, más allá del legítimo reproche social de quien así lo considere, creo que ni escribirlo ni editarlo ni venderlo ni comprarlo convierte a quien lo haga en cómplice de ningún asesino ni en colaborador necesario del dolor de sus víctimas.
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