El laberinto por la supervivencia de los huérfanos de las pandemias
La covid-19 dejó 134.500 menores de edad sin uno o ambos padres en Sudáfrica, un país que ya registraba el mayor número del mundo de huérfanos por sida. La desprotección afecta a los pequeños, pero los mayores de 18 años, sin ayudas estatales ni acceso a empleo, se sienten aún más olvidados
Nazim Wagenaar pega la nariz al cristal de la ventanilla del taxi. No le quita ojo al paisaje: cientos de chabolas en hilera, al pie de la autopista, conforman el barrio de Gugulethu, uno de los menos favorecidos de Ciudad del Cabo. Pero a este adolescente de 16 años no le impresiona la pobreza, más bien al revés: “¿Te has fijado en que tienen luz?”, comenta. Efectivamente, sobre los infinitos tejados de chapa se distinguen parabólicas, y más arriba, el tendido eléctrico. Si bien los problemas de suministro en los suburbios de la periferia están a la orden del día, al menos sus vecinos gozan de la instalación y hasta pueden ver la tele. Pero Nazim no tiene ni eso. “Tuvimos, pero nos la quitaron”, dice, y se encoge de hombros. Él vive en un asentamiento informal en pleno centro de la ciudad más turística de Sudáfrica que contrasta con los lujosos apartamentos construidos a escasos metros. Desde que murió su padre, en casa lo pasan mal para pagar siquiera unas velas. Ya no hablemos de cargar el móvil.
Nazim no es nuevo en este periódico. Se presentó durante la pandemia de covid-19, cuando trabajaba como gorrilla en el barrio de Bo-Kaap, aquel de casitas de colores que sale en todos los reclamos turísticos de la capital del cabo oriental sudafricano. Por entonces contaba que la vida se les había complicado desde que las restricciones por la pandemia habían cortado la llegada de viajeros. Dos años después, no tiene mejores noticias: su progenitor murió en noviembre de 2021. “Tenía diabetes y empeoró; acabó con una gangrena en la pierna”, se duele. Su madre, Katrina, de 39 años, ciega de un ojo y desempleada, se ha quedado sola al cuidado de Nazim y los tres hermanos menores: Munir, Zahir y Shakeena, de 10, 9 y 5 años.
Cuatro huérfanos más en un país donde, según el último censo del Gobierno (anterior a la pandemia) aproximadamente el 11,7% de los niños han perdido al padre, o a la madre, o a ambos. Eran alrededor de 2,8 millones, de los cuales 1,6 millones perdieron a sus padres por sida, una cifra que no extraña dado que este es el país con más VIH del mundo. Y a esta aterradora cifra se suma la de otro estudio de The Lancet, publicado en octubre de 2021 y que dejó a Sudáfrica, de nuevo, en el segundo puesto de un ranking de 25 naciones evaluadas, incluyendo España: con 134.500 huérfanos nuevos por la covid-19, solo Perú le supera. En España han sido 3.000.
Cuando un niño pierde a sus padres, se enfrenta a un presente complicado en los casos más extremos, si no hay un familiar para ocuparse: el acceso a alimentos y vivienda es más difícil de obtener, aumenta el riesgo de que se les coloque bajo un cuidado alternativo inadecuado, de sufrir abusos sexuales por parte de vecinos o familiares, así como de ser prostituidos o explotados laboralmente. Por no hablar de la angustia emocional, advertía la directora ejecutiva de Unicef, Herietta Fore, cuando aún no se conocía el impacto real de la pandemia de coronavirus.
La suma de unos y de otros, de los registrados y de los que no figuran en ningunas estadísticas, hablan de una nación con muchos menores de edad en situación de extrema vulnerabilidad. Se calcula que en Sudáfrica un más del 60% de los niños está en situación de pobreza multidimensional, es decir, que son pobres de todo. Y tres cuartas partes de ellos son huérfanos.
Nazim se enteró de que existe una ayuda estatal para personas afectadas por la covid-19 de 350 rands (20 euros) y su madre la pidió, como otros 11,4 millones de sudafricanos. Su solicitud fue aprobada y la cobró durante un mes, hasta abril. Luego, el grifo se cerró inesperadamente, lo que provocó las quejas de miles de ciudadanos. Ahora espera retomarla y tener algo más. Pero ninguno de los dos tienen nociones sobre las ayudas a huérfanos que el Gobierno de Sudáfrica dispone para casos como el suyo, algo que ocurre a alrededor del 30% de quienes tendrían derecho a ellas, según estimaciones de Unicef. Esta pensión, en concreto, es de 480 rands por hijo, unos 25 euros, para niños en situación de vulnerabilidad.
Al saberlo, deciden solicitarla, y por eso Nazim se encuentra en un taxi unos días después. Gracias a una amistad, ha conseguido una cita y un transporte para visitar a la trabajadora social de una ONG que le explicará qué requisitos deben cumplir y qué papeles han de aportar. El chico está emocionado. “Si esto funciona, se lo voy a contar a todos los del barrio para que hagan lo mismo”, exclama. Ese “barrio” es un conjunto de unas 20 viviendas apiñadas en un terreno sin asfaltar cercado por una alambrada, donde brotan hierbajos de cada rincón. Donde nadie tiene luz. Donde abunda la basura. Donde hay seis letrinas para los alrededor de 50 o 60 vecinos, muchos de ellos niños de corta edad que también podrían beneficiarse.
Las condiciones de vida de la familia Wagenaar son extremadamente humildes. Desde fuera, su casa parece apenas un cubículo de maderas desordenadas y algo de chapa. Pero en su interior hay más de lo que parece, en infraestructura y en dignidad: tres estancias, una a continuación de la otra. En la principal, centro neurálgico de la vida en familia, cocina, salón, algunas estanterías y otra cama se reparten el espacio en un pequeño reino que Katrina mantiene en perfecto orden y sin atisbo de suciedad. Hasta ha encontrado la forma de destinar un espacio para guardar galletas, paquetes de fideos, cigarrillos y otras chucherías que vende a los vecinos a través de la única ventana de la estancia. “Cuando Nazim era pequeño vivíamos en la calle; eso sí que era duro”, asegura Katrina. “Luego supimos de este lugar por una amiga y mi marido construyó la casa”. Con los años la fueron mejorando, ya con ayuda de los hijos que iban viniendo al mundo. “Munir sabe manejar un martillo perfectamente”, ríe Nazim. Observa la foto de su padre, colocada en un lugar de honor de la vivienda. “Le miro todos los días”.
Katrina se calienta las manos gracias al fuego que ha encendido dentro de un cubo metálico. El invierno es suave en Ciudad del Cabo, pero la mañana ha amanecido gris y fría. El humo envuelve la estancia, pero no calienta, y la mujer se arrebuja en una manta descolorida. Relata lo mal que lo está pasando desde que su marido falleció. “Él proveía”, lamenta. “He conseguido un contrato de tres meses para recoger papeles de la calle; el sueldo es pequeño, pero es más que no tener nada”, dice. No llega ni a 20 euros lo que está cobrando la mujer al mes, y el contrato se le acaba a finales de agosto.
La condena de cumplir 18 años
Si bien Sudáfrica dispone de un amplio programa de protección a la infancia vulnerable que ya ha llegado a 13 millones de niños, según el Gobierno, la situación cambia ostensiblemente cuando estos crecen.
Cuando cumples 18 años, desapareces del sistema e importas todavía menos. Esta es la sensación de Luthando Luja, de 24 años, y de su hermano Zukisani, de 22. Ellos perdieron a su madre, Notozi, por covid-19. Fue el 4 de noviembre de 2020, según recuerda un enorme póster a color colgado en el salón de su casa. Junto a la fecha y un “no te olvidaremos”, se ve a una mujer sonriendo a cámara.
El mazazo fue inesperado y doloroso. “Estaba ya enferma con diabetes y además creo que deprimida por todos los pensamientos de verse sola con nosotros, sin nada de lo que vivir apenas…” dice el mayor. Un día se puso mal, pero de otra manera. Era covid-19. “Fue hospitalizada y ya no la volví a ver. No estábamos autorizados a entrar, por las restricciones. Y no sabíamos qué estaba pasando. De repente, tuvimos que cuidarnos nosotros mismos. Nos quedamos solos”, cuenta el joven con angustia. El pequeño, Zukisani, no logra aguantarse las lágrimas al hablar.
Para estos hermanos, el vacío ha sido enorme en todos los sentidos. Su hermana mayor, de 25 años, es la única que aporta un sueldo gracias a su empleo como cajera en un supermercado. Madre soltera, se ha mudado a la casa familiar en compañía de su hija, de cuatro años. En esta historia no hay padres de ninguna clase. El de los tres hermanos Luja murió en abril de 2022. “No sabemos qué le pasó y no teníamos contacto con él, vivía en otra provincia, en el Cabo Oriental”, explica Luthando.
De momento, la única herencia que les ha quedado es un buen atolladero: “Esta casa es suya y la vendió antes de morir. Ahora nos la reclaman los nuevos dueños, pero no hemos visto ningún contrato de compraventa, ni dinero”, asegura el chaval. Los hermanos han acudido a los tribunales y de momento un juez les permite quedarse hasta que se esclarezca qué ha pasado. La propiedad está en muy mal estado, señal de la precariedad en la que se vive entre esas cuatro paredes, pero es su bien más preciado. “Si nos tenemos que marchar, nos quedaremos en la calle”, afirma el chico. Ante la pregunta de cuál es su necesidad más acuciante, Luthando no tarda en responder: “Comida”.
Las perspectivas son ciertamente oscuras para ellos, pues no encuentran trabajo. No lo tienen fácil. Sudáfrica se ha visto fuertemente sacudida por las continuas crisis globales y el desempleo ha subido en los últimos años, sobre todo entre jóvenes: el 63% de entre 15 y 24 años está en paro. Con Notozi en vida, los chicos estudiaban y hacían una vida relativamente normal pese a las estrecheces; el mayor estaba a un trimestre de finalizar un curso de asistente de ventas con una beca del Gobierno que ya no le volverán a conceder por haber abandonado cuando su madre enfermó. “Tenía que cuidarla”, se justifica. El segundo se sacaba la Secundaria en la escuela nocturna, que no es gratuita, y ya no hay dinero para pagarla. Tampoco pueden pedir ninguna ayuda por orfandad porque no son menores de edad. Luthando pidió la de 20 euros mensuales por covid-19, pero también dejo de percibirla en abril y está esperando a que se la vuelvan a ingresar.
Sin más parientes cerca, son los vecinos del barrio quienes pasan por la casa de cuando en cuando para ayudar con lo que buenamente pueden. Como Nolita, que fue muy amiga de Notozi durante décadas. “Íbamos juntas a la iglesia, y conozco a los chicos desde que eran niños. Intento ayudar con lo que puedo, pero no sé muy bien qué hacer porque todo el mundo lo está pasando mal en estos tiempos”, lamenta la mujer con apuro.
Mientras los hermanos Luja buscan trabajo “de lo que sea”, Nazim llega en su taxi a la sede de la ONG Emfesane, apoyada por Unicef, donde le espera la trabajadora social. Esta le explica con claridad los pasos a seguir; el chico se sonríe. Conseguir esta ayuda puede suponer un verdadero alivio económico. Tras las explicaciones, el joven se dirige a su siguiente destino: la oficina de la Seguridad Social sudafricana, en el centro de Ciudad del Cabo. Cuando llega, le emplazan a ir otro día, porque es martes y los trámites relacionados con huérfanos y con niños vulnerables se tramitan los miércoles y jueves. “Pero ven muy temprano porque se junta aquí muchísima gente y las colas son larguísimas. No aparezcas después de las siete y media”, le avisa el funcionario que le ha atendido. Y Nazim se vuelve a casa, esperanzado, a contarle todo a su madre.
Unos días después, el adolescente da señales de vida: “Todo está tramitado, los papeles entregados. Nos han aprobado la ayuda y dentro de un mes la empezaremos a recibir”, celebra con una enorme sonrisa. Son apenas 100 euros lo que obtendrá Cathy por los cuatro hijos. Pero teniendo en cuenta que antes no contaba con ningún ingreso fijo y que Nazim, que sigue de gorrilla después del instituto, no gana más de cinco o seis euros diarios –y eso el día que lo consigue– es toda una buena noticia dentro de un mar de calamidades.
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