Gilles Luneau, el experto en sistemas alimentarios que popularizó el altermundismo: “No podemos seguir comiendo tanta carne y aspirando a tener tomates todo el año”
El periodista francés defiende que, frente a la “urgencia climática”, la humanidad se está comportando como “un fumador que teme morir de cáncer de pulmón, pero se dice que nunca será por el cigarrillo que acaba de encender”
En 2001, Gilles Luneau (Francia, 73 años) estaba en Bélgica manifestándose contra la Organización Mundial de Comercio. Allí percibió un exceso de negatividad, un enfado que asfixiaba la voluntad de imaginar nuevos horizontes. “Todo era demasiado anti: antiglobalización, anticapitalismo...”, recuerda.
Luneau pensó que la globalización había comenzado —“por poner una fecha”— con los viajes de Marco Polo, y no era mala en sí misma. Empezó a reflexionar sobre la necesidad de un término que evocara alternativa y no rechazo, el sueño de otro mundo en vez de la mera oposición a la realidad imperante. Fue entonces cuando, dice, acuñó la palabra “altermundismo” para bautizar propuestas variopintas que convergen en un río común, en un movimiento planetario a contracorriente de un “mercado todopoderoso que regula la sociedad por encima de los Estados”.
Experto en sistemas alimentarios y agroecología, Luneau ha publicado varios libros junto a José Bové, el campesino y sindicalista francés famoso por su activismo incendiario, incluida la destrucción, en 1999, de un McDonald´s en la localidad francesa de Millau. Luneau acudió a mediados de septiembre a la feria sobre quesos artesanales Cheese que Slow Food International organiza cada dos años en Bra (Italia).
Pregunta. Se ha acusado a autores como José Bové o usted de querer limitar la exportación de productos alimentarios desde África o América Latina.
Respuesta. No tengo nada en contra de que se exporte o importe. Solo estoy a favor de un comercio internacional equitativo en el que los productores controlen el proceso de transformación de sus productos. Pensemos en el café o el cacao, dos productos tropicales, con pasado colonial, por así decirlo. Los países productores casi no intervienen en la transformación, así que apenas obtienen una ínfima parte de sus enormes beneficios
La Tierra puede vivir sin nosotros; no nos jugamos su supervivencia, sino la de los seres humanos
P. A menudo se ridiculiza a los consumidores de agricultura orgánica al considerarlos elitistas que solo miran por su salud y compran productos caros e inaccesibles para la mayoría.
R. Fomentar prácticas agrícolas respetuosas con el medio ambiente y con la salud —de agricultores, consumidores y el resto de seres vivos— no debería ser exclusivo de clases privilegiadas. Cada vez hay más campesinos que optan por dinámicas ceñidas a la vida natural. Pero no debemos aislar el cambio en la formas de producción del cambio en los hábitos de consumo. Nos hemos acostumbrado a comer de forma industrial: todos lo mismo en cualquier época del año. Antes se comían productos de temporada y la dieta se adaptaba a lo que daba el territorio.
Los defensores de la agroecología proponemos volver a las dinámicas de los seres vivos para inventar el futuro. Y hacerlo con humildad, no con la arrogancia de quien cree dominar a la naturaleza
P. ¿No se idealizan las dietas locales como si fuesen idóneas per se? Hay zonas del mundo muy fértiles, con una gran variedad de oferta alimentaria. Otras producen una monotonía poco saludable.
R. Sería muy peligroso idealizar el pasado. De las dietas y de las condiciones de vida en general. Mis abuelos no tenían agua corriente y comían mucho pan y mantequilla [ríe]. Hemos mejorado considerablemente. El problema es que hemos pasado de pequeños ecosistemas locales —que no eran en absoluto perfectos— a un sistema agroalimentario casi totalmente industrial. Y estamos pagando las consecuencias en cuanto a impacto climático y pérdida de biodiversidad y salud. Disponemos de suficiente evidencia científica de que no podemos seguir por ese camino. Los defensores de la agroecología proponemos otra senda: volver a las dinámicas de los seres vivos para inventar el futuro. Y hacerlo con humildad, no como llevamos haciéndolo desde los años cuarenta o cincuenta, con la arrogancia del ser humano que cree dominar a la naturaleza.
P. ¿Puede la agroecología alimentar al mundo?
R. Hay estudios rigurosos que demuestran que sí. Pero hemos de ser precavidos, ir paso a paso. La transformación del sistema alimentario mundial debe ir acompañada de un cambio en los modos de consumo. Resulta imposible si seguimos comiendo tanta carne y aspirando a tener tomates todo el año.
P. ¿Estamos dispuestos a ese cambio de hábitos, a aceptar los límites del planeta?
R. No queda otra. Nos enfrentamos a una urgencia climática ―no a una crisis, como dicen algunos―. La Tierra se está metamorfoseando. Y no nos jugamos su supervivencia, sino la de los seres humanos. La Tierra puede vivir sin nosotros, a ella le da igual. La cuestión es cómo preservar sociedades humanas mientras la Tierra cambia por la acción humana. Hemos sido capaces de destruir; también podemos encontrar la ruta de la resiliencia.
Los grandes actores de la ayuda internacional no han ayudado a los países que tenían hambre a alimentarse con sus propios recursos, sino con los excedentes de los países ricos
P. Qué optimista.
R. Nunca dejo de creer en la inteligencia humana y en las dinámicas colectivas que buscan el bien común. Soy, al mismo tiempo, pesimista porque observo la enorme resistencia de las multinacionales agroalimentarias y agroquímicas. Una actitud similar a la del sector energético. Hablamos de descarbonización, pero los hechos parecen demostrar que vamos a gastar hasta la última gota de petróleo. Y aun así, prefiero ser optimista y aferrarme a la esencia del altermundismo: un sentimiento de pertenencia planetaria, una conciencia universal que atraviesa clases, sectores y países. Un movimiento global que no busca llegar al poder pero sí puede marcar su paso.
Hablamos de descarbonización, pero los hechos parecen demostrar que vamos a gastar hasta la última gota de petróleo
P. La Guerra de Ucrania ha revelado las fragilidad del sistema alimentario mundial. Entre los más perjudicados por el impacto del conflicto en la exportación de grano ucranio están países africanos como Somalia o Níger, donde se ha disparado el hambre. ¿Servirá de algo esta lección?
R. Hace tiempo que existe una geopolítica del trigo. Y temo que la guerra solo sirva para afianzar el poder de los países que controlan su mercado mundial. Lo hemos visto con la actitud de Rusia al impedir las exportaciones desde Ucrania, decidiendo así quién come y quién no. Me gustaría remarcar, en cualquier caso, cómo se han construido —durante los últimos 30 o 40 años— esos sistemas de dependencia alimentaria en África, basados en el trigo, la soja, el maíz y la leche. Los grandes actores de la ayuda internacional, con EE UU a la cabeza, han cambiado el régimen alimentario de los países que tenían hambre. No se les ha ayudado a alimentarse con sus propios recursos, sino con los excedentes de países ricos. En ocasiones, a cambio de un trato de favor en el acceso a recursos o por otros intereses geopolíticos.
P. ¿Cómo se podría haber hecho de otra forma?
R. Ayudando a esos países a sintetizar y teorizar sus saberes ancestrales, a convertirlos en ciencia, a intercambiarlos con otros agricultores y ganaderos de sus comunidades. Aparte de los envíos directos de alimentos, los programas de ayuda agroalimentaria en África suelen seguir el mismo esquema: un grupo de científicos occidentales que dice a los lugareños qué y cómo se cultiva, siempre con añadidos químicos.
P. ¿Tenemos que ser más frugales y austeros, como defienden los teóricos del decrecimiento como su compatriota Serge Latouche?
R. Enfrentamos una transformación rápida del sistema terrestre, del clima, la biodiversidad, los océanos... No sabemos exactamente hacia dónde nos dirigimos. Las soluciones técnicas (drones, satélites...) son rebasadas rápidamente por el ritmo del cambio. Y la naturaleza humana tiene dificultades en proyectarse hacia el futuro. Hablamos de catástrofes en 10 o 20 años, pero sin concretar. Es como el fumador: teme morir de cáncer de pulmón, pero se dice que nunca será provocado por el cigarrillo que acaba de encender.
P. ¿Serán la economía circular, la transición verde y la cultura del reciclaje suficientes para mantener la habitabilidad de la Tierra?
R. La gestión de residuos, la economía circular o los circuitos cortos [en los que solo interviene un intermediario entre el productor y el consumidor] tienen cosas buenas. Y está bien que hayamos obligado a las empresas a hacer este tipo de ajustes. Pero si no modificamos el pensamiento base, muy pronto la cabra tira al monte y se activa la máquina de siempre, esa que responde a una única pregunta: ¿cómo hacer más dinero?
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