‘Sojaguay’, el resultado del agronegocio
A la destrucción de la naturaleza en aras del desenfrenado negocio de la soja en Paraguay, se suma el impacto social, que se traduce en la expulsión, directa o indirecta, del campesinado y los pueblos indígenas de sus tierras
Hay países que permanecen casi en el anonimato y si pensamos en el continente americano, uno de los que están en ese rango es Paraguay. En Europa, la mayoría de las personas tendrán grandes dificultades para situarlo en el mapa y lo mismo ocurriría si preguntásemos por alguna característica que lo pueda definir.
A pesar de los muchos elementos positivos que tiene este país, en términos negativos, Paraguay podría pasar pronto a definirse como Sojaguay. En una campaña publicitaria de 2003, una de las mayores transnacionales del agronegocio en el mundo –entonces Syngenta y hoy ChemChina-Syngenta–, bautizaba a este territorio como el centro de una ficticia República Unida de la Soja, junto con aquellos otros Estados que le rodean como Argentina y Brasil, además de Bolivia y Uruguay.
Entonces, esta ya era una de las mayores zonas productoras del mundo de soja (hoy lo sigue siendo), en su inmensa mayoría transgénica y orientada su exportación a Europa, a fin de que esta última pueda alimentar a su ganado, sobre todo en las macrogranjas intensivas, y ser, a su vez, la mayor productora de biodiésel del mundo. Al respecto, es importante tener presente que el biodiésel se presenta como una opción positiva en el proceso de abandono de los combustibles fósiles. Sin embargo, esto quedaría matizado si atendemos a las consecuencias sobre las tierras en las que se aplica el actual modelo de producción intensiva. El problema no solo es la planta, especialmente en su variante transgénica, sino, sobre todo, su modo de producción. Y Paraguay es el mejor ejemplo para ilustrar esta otra realidad.
El 80% de la tierra cultivable en Paraguay es soja y prácticamente el 85% del antiguo bosque atlántico ha sido deforestado al hilo del avance del agronegocio
Así, transcurridos casi 20 años desde aquella ingeniosa denominación publicitaria, el empeoramiento de la situación es ostensible, no exclusivamente para la tierra, sino también respecto a los derechos humanos, colectivos e individuales, de pueblos indígenas y campesinado paraguayo. El 80% de la tierra cultivable en Paraguay es soja y prácticamente el 85% del antiguo bosque atlántico ha sido deforestado al hilo del avance del agronegocio, que alcanza casi el 95% de la tierra en producción, mientras el campesinado dispone del escaso 5% restante. Vista desde el aire, la mitad oriental del país –el 40% de su territorio– es de un inmenso mar verde transgénico donde la vida de todo aquello que no sea soja, incluida la humana, se ahoga todos los días.
Evidentemente, esta acelerada destrucción medioambiental tiene consecuencias. Al daño de la naturaleza en aras del desenfrenado negocio de la soja, se suma el impacto social, que se traduce en la expulsión directa o indirecta del campesinado y los pueblos indígenas de sus tierras. Esto a su vez provoca un aumento, también desenfrenado, del empobrecimiento de estas poblaciones y de las brechas de desigualdad. Y todo ello como resultado de la imposición de un modelo neoliberal (extractivismo que prima los mercados por encima de la vida en su sentido más amplio) que trae consigo cuatro tipos principales de consecuencias.
- Ambientales: la destrucción de los suelos, mediante el uso inmoderado de agrotóxicos como el glifosato (en 2019 se importaron hasta 58.568 toneladas de agroquímicos), agotamiento (desaparición de nutrientes), contaminación.
- Sociales: desplazamiento de la población campesina e indígena (hasta 900.000 en los últimos diez años) hacia las periferias urbanas, y pérdida de las condiciones para una vida digna. Uno de cada tres paraguayos/as en áreas rurales vive en situación de extrema pobreza.
- Económicas: no rentabilidad del agronegocio para el país, aunque sí para las élites. Generan únicamente un 15% de empleos precarios y con mínimas condiciones laborales y los ingresos fiscales son de un escaso 2%, a pesar de representar el 25% del PIB.
- Políticas: protección mutua de las élites políticas y económicas, extensión de la corrupción y políticas públicas que privilegian la agricultura industrial en detrimento de la agricultura campesina e indígena.
En Paraguay, a partir del gobierno de Horacio Cartes, entre los años 2013 y 2018, es decir, después de haber expulsado del gobierno al presidente Fernando Lugo mediante un golpe de Estado (2012), se produce el mayor impulso al agronegocio. Y en paralelo, se produjo un aumento de los procesos de criminalización contra la creciente protesta social, indígena y campesina. Una lucha que se aviva ante el incremento de la desigualdad, con la pérdida de tierras y territorios campesinos e indígenas, con los desalojos y desplazamientos hacia las periferias urbanas, con la desaparición paulatina de la agricultura tradicional, con el deterioro medioambiental y, en suma, con el empeoramiento de las condiciones de vida y derechos. La respuesta gubernamental es, además de la criminalización, la represión contra los sectores movilizados.
Así, en torno al 70% de la violencia ejercida contra las protestas sociales está ligada directamente con los objetivos de las élites por desmovilizar, criminalizar y reprimir la lucha campesina e indígena por la tierra y el territorio. Se trata de mantener el estatus quo que rige Paraguay en las últimas décadas, en especial, desde la dictadura de Alfredo Stroessner (1954-1989). Paraguay o Sojaguay, la vida o los intereses de los mercados: eso es lo que está en juego.
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