Los intelectuales al rescate de la política
En tiempos convulsos, cuando el sistema está desgastado, los pensadores dan el salto a la cosa pública
Ojalá te toque vivir tiempos interesantes. Esto que parece un buen deseo no es más que una maldición china que advierte de los peligros de un mundo cambiante donde no se sabe si las esperanzas vencerán al fin sobre las incertidumbres más oscuras. En esos momentos en los que la política parece haber perdido las riendas aparece un poeta de candidato a la Comunidad Madrileña, por ejemplo. O un metafísico que quiere ponerse al frente del destino común de unos pocos millones de ciudadanos. Viajando en la máquina del tiempo vemos al diputado comunista Rafael Alberti bajando las escaleras del Congreso en 1977, o al filósofo Ortega y Gasset de diputado en la II República española, o al concejal Miguel de Unamuno, proclamando desde el balcón del Ayuntamiento salmantino “una nueva era”. La lista es interminable, está llena de hombre y mujeres de letras, pero también de músicos, científicos, cineastas y no es España, seguramente, el país que acumule más ejemplos.
Luis García Montero, el candidato de IU a presidir la Comunidad madrileña, recuerda que en la tradición ilustrada europea “el pensamiento es inseparable del compromiso”. Así que los que más y mejor piensan (permitan esta primaria definición de intelectual) se ven impelidos a dar el salto a la cosa pública. La política alcanza su momento de mayor descrédito cuando las ventanas ya no se abren a la calle, “pero cuando eso ocurre, cuando todo parece tóxico y corrupto, por más que esas ventanas se abran es el aire de la calle el que ya no quiere entrar en el Parlamento, y ya lo decía Machado: ojo con los que os dicen que no os metáis en política, eso es que quieren hacer la política por vosotros”, recuerda García Montero.
García Montero: "¿Pueden ser corruptos? Sí. Y egoístas y sectarios"
El escritor César Antonio Molina, que fue ministro de Cultura entre 2007 y 2009 opina que es bueno que los intelectuales den un paso adelante “en circunstancias complejas, y también los profesionales de toda clase, toda la sociedad civil, que piensen que su preparación, su experiencia, su libertad y su limpieza puede contribuir a mejorar la situación”. El autor de La caza de los intelectuales (Destino) piensa que a los intelectuales se les atrae a la política porque dan “la buena imagen del saber, del conocimiento, del prestigio y de la limpieza” y dice que esto último y la independencia de criterio se pierden en el ejercicio del poder”. Con el cetro en la mano se puede perder hasta la vergüenza, algunos más pronto que tarde, pero lo interesante es determinar si los intelectuales aportarán, al menos al principio, características distintas de las del político profesional (por así llamarlo). “Las estructuras políticas se han cerrado mucho y tienen que entrar ideas nuevas, eso es lo primero que pueden aportar. Si no hay pensamiento y reflexión no hay política. En la Enciclopedia soviética de tiempos de Stalin se definía a los intelectuales de forma peyorativa como “quienes dudan”, pero la duda es la reflexión, el meditar, elegir, cuestionarse”, dice César Antonio Molina.
¿Y de la higiene política qué? “Los intelectuales son personas normales, su trabajo tiene un compromiso social, el de la independencia, pero los mismos defectos que los demás. ¿Pueden ser corruptos? Sí. ¿Egoístas? También. Y sectarios”, asegura García Montero. “Pero la labor intelectual es un ejercicio de conciencia y si hay que luchar contra todo eso”, cree que los intelectuales “tienen herramientas para ello”. Hasta Borges, asegura, hizo revisión de algunas de sus oscuras afinidades políticas.
Alberti recordaba la experiencia "maravillosa" de la campaña electoral
Luis Alberto de Cuenca, filólogo y poeta, fue secretario de Estado de Cultura de 2000 a 2004. También cree que el intelectual aporta a la política, “limpieza, independencia libertad y principios éticos”, aunque, en su caso, afirma que fue una “ocurrencia” aceptar aquel cargo del que apenas guarda ideas nebulosas y que tan poco le aporto. Afirma que, “osado”, traspasó el umbral de una puerta que le eligió a el, y no al contrario. Esas puertas, efectivamente las cierran los intelectuales con un golpe sonoro en no pocas ocasiones. Jorge Semprún es uno de esos ejemplos que se le viene a la boca a casi todos cuando se toca este asunto, el del pensador comprometido que sale escaldado de la política, lo que se llama, desde Platón, la tentación o la seducción de Siracusa, esa llamada de los intelectuales a colaborar con los gobiernos que suele acabar como el rosario de la aurora.
El político, sin embargo, permanece en su cargo cuando las cosas no van como él desea, también aguanta una opresora estructura jerárquica y se tapa la boca para no decir lo que a veces le gustaría. ¿Es eso lo correcto? ¿o es mejor saltar del tren si se avecina un túnel imprevisto y dejar al resto de ciudadanos dentro? Quizá el punto intermedio haya de salir en ayuda de ambas situaciones. “La diferencia estriba en que los intelectuales tratan de influir sobre la opinión y el poder. Desde la Ilustración. Mientras que la vocación del político es actuar”, comienza Julián Santamaría, catedrático de Ciencia Política y profesor emérito en la Universidad Complutense. “A los políticos les preocupa qué es lo que se puede hacer y cómo hacerlo y los intelectuales investigan sobre lo bueno y lo malo, van en busca de la verdad, de lo que debería hacerse. El político es más pragmático, tiene en cuenta los intereses contrapuestos que operan en una misma situación. El intelectual tiende a ignorar las resistencias de la sociedad ante determinados cambios. Son más radicales, intransigentes, por eso sus principios éticos, acertados o no, suelen acabar chocando con el ejercicio de la política. En política los presupuestos radicales conducen a veces a la inoperancia”, continúa.
El político, cree Santamaría, tiene el objetivo de alcanzar el éxito, no solo la conexión con la verdad, y estaría por eso, en mejor disposición de llegar a acuerdos”. Menciona sin embargo, a Ángel Gabilondo, el candidato socialista a la presidencia de la Comunidad de Madrid como un intelectual con sobrada experiencia para pactar con denuedo.
Las líneas entonces, parece que convergen. Hay políticos que tragan sapos en pro del mal menor, sin desmayo y con honestidad probada, muchos, e intelectuales que no darán el portazo cuando les exijan un poco de pragmatismo. Quizá. “Es compatible tener pasión por el conocimiento y voluntad de participar en asuntos públicos. No comparto la idea de que el intelectual es insensible y está enredado todo el tiempo en sus propios asuntos [… ], escribe Gabilondo en un comunicado enviado a este periódico. “No deberíamos diferenciar entre intelectuales y ciudadanos como si eso fuera una distinción radical”, afirma por escrito. Él, sigue, no se ve como un intelectual que llega hasta la política tratando de dar una lección sino como una persona comprometida con las tareas sociales, como tantos otros”.
Efectivamente, todos son ciudadanos y todos pueden entrar en política, pero la llegada a las candidaturas de Gabilondo y de García Montero se ha saludado con un añadido de esperanza por el aire fresco, dicen algunos, que podría aportar alguien de pensamiento libre, modales templados y compromiso sincero. Como en otras épocas, se aprecia en este gesto, el paso adelante del intelectual al rescate de un sistema político gastado y en peligro. “La gente que se dedica a las ideas interviene en política en momentos muy especiales y que no suelen ser buenos. Son tiempos convulsos y de cambios que se producen después de un gran hartazgo”, asegura la filósofa Amelia Valcárcel, que fue consejera de Educación, Cultura y Deportes en Asturias. “No podría decir por qué van los intelectuales a la política, pero creo que son una señal, cuando están en ella, de que hay un cambio de ciclo, como el que estamos viviendo ahora en toda Europa”. No es mala cosa, opina que la poesía arribe a la política de tanto en tanto. “Te da perspectiva. A veces te espanta tanta mediocridad cuando la ves de cerca, pero no creo que deba por ello estar la política en manos de Unamuno o de Ortega y Gasset. Otra cosa es Azaña, eso sí. No hay experiencia suficiente para afirmar que los intelectuales garantizarán la limpieza política, no sé si esto lo pueden curar las bellas letras, porque los mediocres dominan la técnica de la supervivencia, no tienen vocación política, sino de permanencia”.
Si el pensamiento sirve para buscar la felicidad común, como defendía la filosofía de la Ilustración, servirá que los intelectuales estén dentro de la política, pero también que sigan pensando fuera. El 6 de septiembre de 1977, Rafael Alberti escribe una carta renunciando a su acta de diputado por Cádiz, para dar paso al siguiente en la lista: “Habiendo triunfado yo únicamente y existiendo junto a mí otros candidatos experimentados, conocedores mejor que yo de toda la problemática y necesidades de la clase trabajadora, considero que ha llegado el momento de dar paso en las Cortes al candidato que me sigue, Francisco Cabral Oliveros, un verdadero líder campesino del pueblo de Trebujena”. Estaba convencido de que el cambio no defraudaría a nadie. Y no olvidaba “la experiencia maravillosa y emocionante de los 21 días que duró la campaña electoral por los puertos de la bahía y los pueblos del interior”.
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