Inés Rivero: “Me pasaba la vida jugando al fútbol. Cuando mi madre me mandó a la escuela de modelos me pareció una estupidez”
La argentina, musa de John Galliano, recuerda sus inicios y afronta su regreso a la industria de la moda
La argentina Inés Rivero (Córdoba, 1975) tenía 14 años cuando su madre la mandó por primera vez a una escuela de modelos. No lo hizo para que fuese una, sino porque su hija andaba siempre encogida y tenía miedo a que aquellos andares afectasen a su estructura ósea. “Flaca, poste de luz, patas de pollo, bruja… me decían de todo. No era agradable”, cuenta relajada, sin dramatismo alguno, la propia Rivero sentada frente a un té blanco en La Duquesita, una bombonería en el centro de Madrid que ella misma ha escogido para la entrevista. Cuesta creer que la imponente mujer de un metro ochenta que se acaba de quitar un impecable blazer negro para dejar a la vista unas clavículas que, bajo un tank top blanco, se marcan con elegancia mientras sujeta una taza de te blanco fuese para el resto del mundo otra cosa que un cisne. Pero así fue. “El ideal de belleza en Argentina en los años noventa no era una mujer espigada y alta, sino bajita, voluptuosa y con curvas. Me daba mucha vergüenza destacar e iba siempre encorvada. Todos mis amigos eran varones, me pasaba la vida jugando al fútbol. Cuando mi madre me mandó a la escuela de modelos me pareció una estupidez. Las demás chicas me parecían tontas, mirándose al espejo, practicando cómo caminar, poniéndose tacones… yo no entendía nada. Pero cuando llegó el fin de curso me dio pena el esfuerzo que estaba haciendo mi madre para pagarme aquellas clases así que me compré unos tacones altos una talla menor de la mía, para sentirlos bien, y desfilé como si me fuese la vida en ello. Había venido un scout de Buenos Aires que se me acercó y me ofreció irme a la capital. Así empezó todo”.
“Todo” es una carrera que arrancó cuando aún no era ni mayor de edad con campañas de publicidad nacionales para una firma de lencería llamada Caro Cuore (“una especie de Victoria’s Secret autóctono”, explica ella) que la convirtieron en un icono de estilo y en una referencia para las chicas jóvenes del país en un momento en el que la clase argentina soñaba con volver al esplendor de los tiempos pasados. Como buena hija de su tiempo, siguió el arco dramático de la modelo canónica presentándose al concurso Elite Model of the Year, que ganó. Pero cuando acudió a la final mundial, que se celebró en Miami, se dio “una damajuana”, expresión que usa para explicar gráficamente lo pequeña que se sintió entre las mujeres que se encontró en un momento en el que el canon de la industria era el que habían creado las supermodelos (Cindy, Naomi, Linda…).
Cuando regresó a casa lo hizo sabiendo que había tocado techo profesional en su país y que un siguiente paso se imponía si no quería estancarse: “Entonces decidí irme a Japón. Se decía que pagaban muy bien por aparecer en catálogos y a mí me pareció una solución estupenda para ganar dinero y así poder comprarme una casa en Buenos Aires. Ese era mi plan”. No contaba, sin embargo, con que el coste de la vida en Tokio era proporcional a los salarios. “¡No conseguí ahorrar nada!”, rememora entre risas. “Pero me había dado cuenta de que en Japón lo que más valoraban era que hubieses salido en alguna revista escrita en francés, daba igual cuál”.
Y así, sus siguientes pasos por fin la condujeron al lugar donde tocaría la gloria profesional. En París su primer trabajo, hacer de modelo de ensayo en lugar de Linda Evangelista para un desfile de Versace, la puso en el radar de los grandes. “¡Pasé de estar con mi mamá en Buenos Aires a tener al lado a Claudia Schiffer o Naomi Campbell!”, exclama entusiasta. Después fue modelo de fitting para Chloé, cuyo director creativo era entonces un tal Karl Lagerfeld. Y un año más tarde llegó la relación con Galliano. “Como él también hablaba español conectamos muy rápido. Fue divino conmigo. Yo había visto sus desfiles, pero me parecía imposible que me aceptasen en aquel club tan excéntrico. Me veía incapaz de moverme como lo hacían sus modelos”. Y, sin embargo, vaya si fue capaz: se convirtió en una de las maniquíes más icónicas de un diseñador en estado de gracia, conocido en la industria por sacarle a “sus chicas” cualidades interpretativas. “Me pidió que caminase muy erguida, con una pose desafiante y al que terminar la pasarela mirase al público también desafiando. Después del show me mandó una nota que decía “Thank you for the ‘Fuck you’ eyes’ [Gracias por la mirada de que te den]. ¡Pero la verdad es que no sé mirar de otra manera!”, explica divertidísima.
Rivero recuerda que aquellos años no era del todo consciente de la grandeza de lo que estaba viviendo o más bien lo vivía sin tomárselo muy en serio. Esa actitud de ligereza y hedonismo le llevó a casarse con su primer marido, un fotógrafo francés en el que prefiere no pararse mucho. “Los zapatos los diseñó para mí Manolo Blahnik. El vestido de novia me lo hizo Galliano: era un tubo color champán, alucinante. El bolsito era una cofia de bebé con un lazo azul donde me metió un paquete de tabaco”. Cuando se divorciaron, Inés se fue a vivir a Nueva York, porque cambiar de escenario nunca ha sido un problema para ella.
En Nueva York fue feliz. Allí se casó con el empresario cubano Jorge Mora, con quien tuvo una niña, y poco a poco fue abandonando su carrera en la moda. Después se mudó en Miami, donde ha vivido la última década. Ahora es esa niña, una veinteañera a la que su madre le ha aconsejado una carrera profesional al margen de la moda (de momento le ha hecho caso) quién más la ha animado para embarcarse en su última aventura: mudarse a Madrid (“Estoy enamorada de esta ciudad”) y volver a empezar como modelo. “La noche antes de esta sesión no pude dormir”. De momento, el plan marcha.
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