La próxima pandemia
Cuando pase la covid... ¿habrá nuevas pandemias? ¿Cómo serán, de dónde vendrán? ¿Cómo podemos estar preparados para prevenir lo imprevisible? ¿Merece la pena teniendo en cuenta el coste?
El futuro. Ese sector del espaciotiempo del que llevan milenios viviendo los adivinos, los timadores y las consultoras. También los científicos tienen su bola de cristal, con la diferencia crucial de que sus predicciones se fundamentan en datos solventes y en teorías labradas con disciplina y penalidad por la experiencia pasada, en permanente revisión y por ello cada vez más ajustadas al mundo. Cuando pase la covid, ¿habrá nuevas pandemias? ¿Cómo serán, de dónde vendrán, qué virus las causará? ¿Cómo podemos estar preparados para prevenir lo imprevisible? ¿Merece la pena hacerlo teniendo en cuenta el coste? Echemos un vistazo a la bola de cristal de los científicos.
Sobre la eficiencia de la previsión sanitaria caben pocas dudas. La prevención es la medicina del futuro. Tomemos un ejemplo que siempre exhibe el cardiólogo Valentín Fuster, del hospital Monte Sinaí de Nueva York. La esperanza media de la población sigue aumentando en los países occidentales a un ritmo de un par de años por década. Pero la razón es el desarrollo de unos sistemas cada vez más complicados y costosos para tratar el infarto, unos tratamientos que no suelen devolver al paciente la calidad de vida anterior, y que son insostenibles para la sanidad pública. Muchos infartos son evitables, sin embargo, comiendo menos grasas saturadas, haciendo ejercicio y huyendo del tabaco y del estrés crónico, lo que cuesta cero euros o menos. El gran objetivo de la cardiología ahora mismo no es inventar nuevos tratamientos, sino promover hábitos saludables. La prevención es la medicina del futuro.
La misma idea general puede aplicarse a las pandemias del futuro. Los costes de la covid-19 no están contabilizados todavía, puesto que la epidemia sigue en curso, pero las caídas ya registradas en el PIB de los países, los empleos perdidos y las empresas cerradas auguran unas cifras de récord Guinness, y ello pese a la reacción vertiginosa de científicos, empresas y reguladores. Si hubiéramos estado en condiciones de prevenir la pandemia, o de cortarla de raíz en sus primeros pasos, el mundo no solo se habría ahorrado dos millones y medio de muertes, sino también una pasta que podría alimentar de recursos a mil hospitales e instituciones científicas. Pero ¿se puede prevenir lo imprevisible? Por paradójico que resulte, sí se puede.
“Una epidemia es como un fuego en el bosque”, dice la viróloga Margarita del Val. “Si lo atajamos de raíz no llega a propagarse, y lo mismo vale para las pandemias”. Una lección directa que nos ha ofrecido este año aciago es que hay que establecer un sistema de vigilancia epidemiológica global para coronavirus, inspirado en el que ya existe para la gripe, llamado GISRS (sistema global de vigilancia y respuesta a la gripe) y promovido por la OMS ya desde los años cincuenta. La gripe causó tres pandemias en el siglo XX, empezando por la de 1918 que mató a 50 millones de personas, más que la Gran Guerra que acabó justo ese mismo año. Con estos precedentes, es natural que los virólogos y epidemiólogos lleven un siglo de los nervios con la gripe y sus mutaciones.
Pero vivimos ahora la pandemia más dañina desde entonces, y esta vez no ha sido la gripe, sino un coronavirus, de modo que parece sensato extender los sistemas de vigilancia tipo GISRS a esta familia de agentes infecciosos. Y a otras, porque los científicos y las agencias de Naciones Unidas tienen el ojo puesto en varios virus emergentes, es decir, que han saltado de los animales a las personas en tiempos más o menos recientes y que están bien situados para desatar el próximo cisco.
El virus nipah, por ejemplo, que ha causado varios brotes en Asia y es muy letal. El virus zika y sus colegas que han conquistado Cuba dentro de los mosquitos que han llegado allí dentro de los contenedores que iban dentro de los buques de carga procedentes de Asia. El MERS, un coronavirus propagado por los camellos en Oriente Próximo y trasmitido a los humanos que beben su leche o comen su carne; contra el MERS ya hay una vacuna, por cierto, desarrollada por el laboratorio de Luis Enjuanes en Madrid; las variantes del virus de la gripe que provienen de los animales de granja, como la H1N1 de 2009, apodada gripe A, que nos llegó de los cerdos; la fiebre amarilla, que mata a 30.000 personas cada año pese a que existe vacuna contra el virus, y que salta de los monos a los humanos y viceversa en las estribaciones de la selva amazónica. No faltan candidatos en la lista. Y los peores pueden ser los que no están aún en la lista.
“De lo único que podemos estar seguros”, dice el epidemiólogo Pedro Alonso, de la OMS, “es de que la interacción con los virus, bacterias y protistas forma parte de nuestra existencia, y la movilidad humana lo facilita”. La agencia de Naciones Unidas es consciente de que hay epidemias que, aun sin llegar a pandemias, matan cada año a millones de personas en los países pobres y yugulan su capacidad de desarrollo socioeconómico. Ahí están la tuberculosis (mil millones de muertos desde que nació Cristo), el sida, la malaria, el dengue, el chikunguña y la enfermedad de Chagas. Lo peor que le puede pasar a un país pobre es que su enfermedad no exista en el mundo rico. “Para estos países”, lamenta Alonso, “las epidemias son el pan nuestro de cada día”.
Los sistemas de vigilancia global son imprescindibles si queremos atajar el incendio de raíz la próxima vez. También lo es que los centros científicos de todo el mundo compartan sus datos sobre cualquier nuevo virus en el mismo microsegundo en que hayan secuenciado uno. La gestión de datos, en la que España ha brillado por su torpeza, debe coordinarse y dotarse de recursos y gente preparada, y el sistema de respuesta tiene un larguísimo camino por recorrer para merecer siquiera ese nombre. Recortar en ciencia y medicina es la pura receta del fracaso. Por lo demás, la próxima pandemia es fácil de evitar.