La bola que a todo el mundo le molaba
El programa de Lolo Rico nos hizo soñar que la televisión del futuro trataría a los niños como adultos, pero nos encontramos a adultos tratados como niños y a niños tratados como idiotas
Vacío regularmente mi memoria caché para preservar los recuerdos importantes: un par de conciertos de Fleetwood Mac, algún primer beso y la tarde que toqué La bola, no que toqué bola, no; no es una errata, la tarde que toqué La bola, la de cristal, la que a todo el mundo le mola. A finales de los noventa, con más osadía que planificación y acompañada por las periodistas Isabel Gayol y Toni Rodero, visité a Lolo Rico con la idea de escribir un libro que honrase la memoria del programa mítico que había dirigido. Ya sé que “mítico” es un término que por puro desgaste significa poco, pero basta ver el primer capítulo, recuperado por La 2 para conmemorar el 40º aniversario del programa y disponible en la no suficientemente valorada RTVE Play, para entender el cuelgue que muchos seguimos teniendo con La bola de cristal.
Si todavía resuenan los aplausos que celebran que en La revuelta convivan Altamira y Sonia y Selena imagínese la algarabía que despertaba desayunar un sábado con Góngora y Objetivo Birmania compartiendo espacio con Alaska y Rosa León, La pandilla de Alfalfa y Enrique Tierno Galván explicando el capitalismo. Eclecticismo cultural bien entendido. Y al frente, las verdaderas estrellas, aquellos electroduendes lenguaraces capitaneados por la imponente Bruja Avería, ni un solo sábado olvidó mi madre recordarme que su voz era la de Matilde Conesa. La mezcla de extraordinarios profesionales de “la casa” y modernidad pescada en la calle por la inquieta Rico fue uno de los secretos del éxito del programa.
Antes de despedirnos, Lolo Rico nos hizo un regalo inesperado. Abrió una de las puertas de aquella casa en la que los libros eran incontables, pero no vimos ninguna televisión y allí estaba la bola, la original. Conscientes de la relevancia del momento, pusimos nuestras manos sobre ella con fervor religioso. Creo que llevábamos una cámara, pero nadie la usó; en aquel rato maravilloso la fascinación infantil había derrocado cualquier amago de investigación. Nos quedamos absortas ante el instrumento mágico que nos había enseñado un futuro que nunca se materializó.
Tras el fin de La bola de cristal, la tele no fue a mejor; el puritanismo de los noventa, en su afán por igualar por abajo, nos abocó a una programación familiar y gazmoña. Creíamos que la televisión del futuro trataría a los niños como adultos y nos encontramos con programas que trataban a los adultos como niños y a niños como idiotas.
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