La vida imposible de Karel Holemans: templario, pintor y agente doble del nazismo y la Resistencia
En ‘Los espías no hablan’, Carlos Holemans reconstruye la fascinante biografía de su padre a partir de la necesidad de entender quién era aquel hombre del que sabía tan poco
Vivir en el presente, sin muchos sobresaltos, mientras la historia duerme. Pensar que lo que ocurre depende más o menos de ti y que las circunstancias no se colarán por la ventana de tu casa para lanzarte al caos que no podrás controlar. Una vida tirando a convencional, algo aburrida, más bien estable. O la vida de Karel Holemans tal y como la ha reconstruido su hijo Carlos a través de recuerdos, entrevistas y trabajo de archivo. La vida de un hombre que entró en el laberinto de la historia y que no pudo salir de él, desterrado para siempre y cada vez más pobre. Un tipo nacido en 1910 en un pueblecito flamenco, en el hotel propiedad de una familia más bien burguesa y católica. Un tipo que muere en la habitación de un hospital de Tarragona, en 1979, acompañado por su mujer, Teresa, hija desheredada de una familia de empresarios del cava. En el centro cronológico de esa biografía, la II Guerra Mundial, la ocupación alemana de Bélgica, el espionaje y un intento de domar al monstruo de la historia que acabó en España sin posibilidad de poder regresar a su país porque allí estaba condenado a muerte.
Durante muchos años Holemans se dedicó a la pintura. En el Reina Sofía se conserva un óleo suyo. Se titula Brumas y, según consta en su ficha, este artista de la tradición simbolista lo pintó en 1944. Aparentemente, todo iba bien. Aunque cobraba del espionaje nazi por informar desde España, la otra misión que le había llevado a la Península ya la había cumplido. Elegante, simpático, juerguista y mujeriego, de aspecto bohemio y conducta pícara, había llegado a Lisboa y entregado el archivo del grupo secreto al que pertenecía: la Orden Soberana y Militar del Templo de Jerusalén. Confundidos por masones, los templarios estaban amenazados. Holemans, actuando como agente doble, al servicio de la Resistencia, trasladó el archivo del maestro a un país neutral, una operación que llevó a buen puerto al tiempo que inauguraba exposición en Madrid con autoridades del régimen, algún nazi por aquí, algún fascista por allá. Aún no veía las brumas, pero la niebla de la historia estaba allí. El espía nazi que lo contrató era el amante de su mujer, su padre pronto iba a ser encarcelado tras la liberación de Bélgica por colaboracionista y el hombre que le hizo el pasaporte falso para entrar en Portugal murió en un campo de concentración. Lo tenían pillado.
En el arranque de Los espías no hablan, Carlos Holemans reconstruye el día que falleció su padre y su necesidad de saber quién era aquel hombre del que entonces sabía tan poco. La virtud de estas investigaciones familiares, que incluyen el relato de las visitas a archivos o las conversaciones con parientes, es evidenciar que, nos guste o no, las vidas están cosidas a la historia. Durante la era de los totalitarismos el monstruo de la historia atemorizó a nuestra civilización, deshumanizándola. Lo mostró Jablonka en Historia de los abuelos que no tuve, Schwarz en Los amnésicos. Podía llevarte al gulag o a las cámaras de gas, en ocasiones a la normalización de la delación o la mentira para sobrevivir o la incapacidad para ser consciente de formar parte de aquel torbellino macabro. Holemans, sin mala fe y a partir de un momento sin control, sobrevivió en un tiempo de brumas, buscando el apoyo de falangistas o ganándose cuatro perras traduciendo regular. Incluso al alemán Heinz Chez, el anarquista al que masacró un verdugo incapaz en la cárcel de Tarragona en 1974. Vivirlo es un espanto; contarlo es fascinante.
Los espías no hablan
Arpa, 2023
360 páginas. 21,90 euros
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