Herederos sin testamento
El lenguaje de la política española tiene eso: que se arroja más que se ofrece. Lanzan las palabras para librarse de ellas
Las definiciones que nos ofrece el Diccionario sobre la palabra “heredero” no incluyen su sentido figurado, a diferencia de lo que pasa con otros vocablos cuyo significado metafórico se ha asentado más, hasta incluso perder su primitiva intención retórica. Cuando alguien dice que se va a la sierra, nadie ve designado en esa oración el instrumento del carpintero, sino una cordillera que, eso sí, representa el perfil dentado que sirvió en origen para establecer la analogía y ampliar esa acepción inicial. Con “heredero”, por el contrario, no parece haberse dado aún la fijación académica de un nuevo sentido estable que tal vez sí se deduce en “heredar” (“recibir algo correspondiente a una situación anterior”). Pero debe de estar al caer.
Un heredero es quien “por testamento o por ley, sucede en una herencia” o quien “saca o tiene las propiedades de sus padres”. Y ya. No hallamos ahí el reflejo de una herencia figurada como la que abunda en nuestros días: “los de Bildu son herederos de ETA”.
El lenguaje de la política tiene eso: que se arroja más que se ofrece. Y ese lanzamiento de palabras hace creer a los atacantes que así se libran de ellas. Sin embargo, todos somos herederos metafóricamente de algo o de alguien, y la derecha también. Alianza Popular (Partido Popular desde 1989) fue impulsada en octubre de 1976 –un año después de la muerte de Franco– por Manuel Fraga y otros seis exministros de la dictadura. Dos de ellos, miembros de su último Gobierno; y tres, como el propio Fraga, formaron parte de los consejos que convalidaron sentencias de muerte dictadas tras juicios sumarísimos sin garantías, entre ellas las del comunista Julián Grimau y el anarquista Salvador Puig Antich, además de terroristas de ETA.
Muchos que desempeñaron cargos en esa etapa se integraron en las filas del nuevo partido, mientras que otros, como Pío Cabanillas y Rodolfo Martín Villa, eligieron Unión del Centro Democrático (UCD), el grupo de quien sería gran impulsor de la democracia: Adolfo Suárez, que a su vez había ejercido bajo la jefatura de Franco como gobernador civil de Segovia, como director de TVE (sin competencia entonces) y como vicesecretario general del Movimiento, el partido único.
¿Podemos considerar a Fraga, al PP o a Suárez herederos de Franco y de la dictadura? En cierto modo, sí. Pero en cierto modo, sobre todo no. Todos ellos rompieron con su pasado y se dedicaron a elaborar la Constitución de 1978 desde sus respectivas posiciones de derecha y de centro, en acción conjunta con los socialistas, comunistas y nacionalistas a los que antes habían perseguido.
Durante decenios, la España democrática exigió a ETA que abandonara las armas asesinas, con el argumento de que el independentismo se podía defender mediante la palabra. Así sucedió por fin. Y la sentencia 62/2011 del Constitucional señala que Bildu fue constituida por dos partidos que “con reiteración han condenado y condenan la violencia de ETA”, si bien aún cabría desear una actualización solemne al respecto, igual que se puede echar en falta en el PP contra el franquismo y no la esperamos siquiera en Vox. Pero incluso con las diferencias obvias entre los tres casos, y con todos los matices que se quedan fuera de estas breves líneas, un hilo une a Bildu y al PP como supuestos herederos: renunciaron a su herencia y cumplieron con lo que la democracia necesitaba. Arrojarles la palabra “herederos” equivale a encerrarlos en el pasado; pero del pasado también se sale.
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