‘Historia de una escalera’ y el teatro como Dios manda
La programación de los escenarios dependientes del Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid refleja de manera cristalina el alcance de la guerra cultural emprendida por la derecha


El teatro Español de Madrid estrenó el 24 de enero una nueva producción de Historia de una escalera, de Antonio Buero Vallejo, con las entradas casi agotadas hasta el fin de las representaciones el 30 de marzo. Pocos días después no quedaba ninguna. Un éxito de público que parece legitimar la línea de programación anunciada por el director de la institución, Eduardo Vasco, cuando fue designado en 2023. “Un teatro de repertorio centrado en grandes autores y textos”, prometió. Buena parte de la crítica madrileña lo respalda también con elogiosas reseñas. Pero detengámonos en algunas de esas alabanzas: “Te reconcilia con nuestro teatro”; “recupera la buena literatura dramática”; “agradecemos a la directora [Helena Pimenta] que no haya querido innovar ni añadir peras al olmo de un texto impecable, conocido por la mayoría del público y de cualquiera que haya estudiado el bachillerato comme il faut”; “rescate escenográfico del diseño que Emilio Burgos hizo para la producción de su estreno en 1949”; “nuestra tradición teatral que tiene aún mucho que decir sobre los escenarios y sigue interesando a un público que siempre ha sabido reconocer el buen teatro”.
Tradición. Repertorio. Rescate escenográfico. Mínima innovación. Ese es el “buen teatro”. Teatro como Dios manda para el público de toda la vida. De lo que se deduce que el que no cumple esas reglas se considera un sucedáneo. Moderneces que la gente de bien ha tenido que aguantar hasta que por fin alguien ha puesto orden. Autores y autoras que desarrollan dramaturgias que van más allá de un texto convencional, directores y directoras que exploran nuevos lenguajes escénicos, espectadores en zapatillas: son poco menos que okupas en un espacio que pertenece por derecho a la vieja burguesía.
No se trata de celebrar la novedad por la novedad ni de cuestionar la necesaria recuperación de obras de repertorio para mantenerlas vivas. Hay tantos fiascos de creación contemporánea como clásicos infumables. Tampoco de rebatir la validez artística del montaje de Historia en escalera dirigido por Helena Pimenta, sino de señalar las razones espurias por las que se ensalza y que asocian el “buen teatro” con el que se hacía hace 75 años: porque replica la escenografía realista y el estilo costumbrista que gustaba en 1949, porque no aporta nada nuevo o porque ignora el contexto como lo eludió Buero para sortear la censura franquista. Pero el teatro es un arte que sucede en presente y las aproximaciones arqueológicas no contribuyen a su supervivencia, más allá de que puedan ser correctas, contentar al público tradicional y satisfacer a estudiosos de la literatura dramática o profesores de instituto.

Llama también la atención la vehemencia con que los abanderados de este tipo de “buen teatro” lo defienden en contraposición con la creación más vanguardista, a la que a menudo se descalifica con adjetivos como “incomprensible”, “vacía” o “woke”. La resistencia viene de antiguo y está vinculada a la polarización ideológica, pues no olvidemos que los mayores productores de la escena madrileña (aparte de los musicales) son entidades de titularidad pública y que más de la mitad de los espectáculos que se consumen en España se generan en la capital: el Centro Dramático Nacional y la Compañía Nacional de Teatro Clásico (Ministerio de Cultura), los Teatros del Canal (Gobierno regional), el Español, el Fernán Gómez y Matadero (Ayuntamiento). Recordemos los años que tuvieron que pasar para que una figura como Angélica Liddell saltara de las salas alternativas a los espacios institucionales. La experimentación nos viene bien a todos, pero mejor que se mantenga en los márgenes y no asalte los escenarios de terciopelo. Eso le vinieron a decir a Mateo Feijoo en 2017 cuando presentó su transgresora programación para las naves escénicas de Matadero, en época de la alcaldesa progresista Manuela Carmena. Pero no es el teatro complaciente con el público local el que se rifan en los circuitos internacionales, sino la singularidad artística de Angélica Liddell.
Se suele decir que el teatro es espejo de la sociedad. La programación actual de los escenarios dependientes del Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid, cuyos responsables fueron nombrados a dedo por el PP tras las elecciones de 2023, refleja de manera cristalina el alcance de la guerra cultural emprendida por la derecha. En el Español esta temporada solo se producen autores comme il faut: Valle-Inclán, Jon Fosse, Buero Vallejo, Luisa Carnés, Susan Glaspell, Tennessee Williams, Lorca, Luis Martín-Santos, Fermín Cabal, Borja Ortiz de Gondra. Nótese que casi todos están muertos y que lógicamente, al nutrirse del pasado, solo hay dos mujeres en la lista. El director del Fernán Gómez, Juan Carlos Pérez de la Fuente, ha acometido la resurrección de Arniches con un montaje de La señorita de Trevélez del que los espectadores salen riéndose de la protagonista: una solterona burlada cruelmente por unos simpáticos matones de provincias. Los Teatros del Canal, sin un director artístico claro al que pedir cuentas, son un batiburrillo en el que destacan también las palabras “repertorio”, “clásicos”, “hispanidad” y “tradición”. Lo vanguardista se importa o se relega a la sala más pequeña. Solo hay hueco para producciones contemporáneas (sin pasarse) en una nave de Matadero.
Todo esto no es casual, sino parte de una batalla. Puede que el teatro ya no ocupe un lugar central en la sociedad, pero no es inofensivo.
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