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Roman Krznaric, filósofo: “Tenemos que cambiar la democracia para dar voz a las generaciones futuras”

El autor australiano acaba de publicar ‘El buen antepasado’, donde defiende el pensamiento a largo plazo para dejar un mundo mejor a los jóvenes

Miguel Ángel Medina
Roman Krznaric
El filósofo Roman Krznaric.Kate Raworth

Noticias de última hora. Tuits inmediatos. Envíos urgentes: en tu casa en 10 minutos. Lo quiero todo ya. El mundo se ha vuelto frenético y cada vez pensamos más a corto plazo, lo que impide afrontar con serenidad los graves retos del futuro. En este contexto, el filósofo Roman Krznaric (Sídney, 51 años) ha escrito El buen antepasado (Capitán Swing), un ensayo que pretende hacernos reflexionar sobre cómo nos verán los humanos del futuro. “Se ignoran los intereses de las futuras generaciones. Es la tiranía del ahora. Necesitamos un pensamiento largoplacista para enfrentarnos a los próximos desafíos, la próxima pandemia, las injusticias sociales y raciales, la emergencia ecológica”, resumió este jueves en una charla online en La Casa Encendida, antes de la que atendió a EL PAÍS por teléfono.

Pregunta. En un mundo cortoplacista, ¿sabemos cómo nos han influido nuestros antepasados?

Respuesta. Todos sabemos que tenemos ancestros, conocemos a nuestros padres y abuelos. Tenemos una parte de largo plazo dentro de nosotros. Pero solemos olvidar el legado del pasado, como las ciudades en las que vivimos o los descubrimientos médicos. Hemos heredado muchos legados del pasado, como economías adictas a los combustibles fósiles y a un crecimiento infinito. Si queremos pensar en el futuro tenemos que entender ese pasado. Pero estamos cautivos en el momento.

P. ¿Cómo podemos ser buenos antepasados?

R. Esa es la gran pregunta. Una opción es simplemente hacernos esa pregunta y que pase a ser parte de nuestro pensamiento. Este sábado voy a dar una charla en Irlanda ante una asamblea ciudadana por la pérdida de biodiversidad, donde participan un centenar de ciudadanos, que luego darán recomendaciones al Parlamento, y hablaré de ello. Este tipo de asambleas han proliferado en Europa. Tenemos que cambiar la naturaleza de la democracia para dar voz a las generaciones futuras. Las asambleas de ciudadanos son una especie de pensamiento lento. El riesgo es que los Gobiernos ignoren sus recomendaciones.

P. ¿Qué otras cosas se pueden hacer?

R. Creo en la importancia de las iniciativas legales que están intentando dar derechos a las generaciones futuras, y a montañas y ríos. Son un nuevo planteamiento. A finales del siglo XIX, las empresas obtuvieron los derechos legales de las personas en EE UU. Ya es hora de que el mundo natural tenga también personalidad jurídica, como acaba de pasar con el mar Menor. Eso demuestra que el cambio es posible. En Gales tienen un comisionado para las generaciones futuras. En Barcelona han empezado a aplicar la economía de la rosquilla [desarrollada por su mujer, la economista británica Kate Raworth], un sistema económico postcrecimiento para repensar cómo debería ser la urbe del futuro. Es un modelo que pretende que todo el mundo tenga garantizadas sus necesidades básicas, pero respetando los límites ecológicos. También se puede mirar hacia la Sagrada Familia para desarrollar el pensamiento catedral, es decir, a largo plazo: es un edificio que arrancó en 1882 y todavía no se ha terminado. O hacia el Tribunal de las Aguas de Valencia, que se ha estado reuniendo cada semana desde hace cientos de años para proteger los canales de agua que riegan las tierras agrícolas valencianas.

P. Pero la mayoría de los políticos piensan a corto plazo. ¿Cómo cambiamos eso?

R. Ese es el gran reto, porque la democracia representativa es un juego cortoplacista. No soy utópico: no creo que de repente vayan a pensar a largo plazo. Necesitamos mecanismos para impulsar las asambleas ciudadanas y los derechos de las generaciones futuras. Y creo que la descentralización del poder es una de las mejores maneras de enfrentarse a este problema: uno de los grandes cambios en Europa ha sido dar más poder a las ciudades. Las urbes son muy buenas en tomar decisiones a largo plazo, por eso perviven. Estambul ha existido durante los últimos 2.000 años y ha sobrevivido a varios imperios. Las ciudades son buenas construyendo sistemas de alcantarillado o de agua para sus ciudadanos, que pueden durar siglos.

P. Los seres humanos cada vez viven más, pero cada vez piensan más a corto plazo. ¿Qué culpa tienen las pantallas?

R. Es fácil pensar que todos nuestros problemas vienen de la cultura digital y, mirando a nuestro móvil 110 veces al día, es la respuesta sencilla. Pero hemos heredado una profunda cultura del cortoplacismo desarrollada en cientos de años. Cada vez cortamos el tiempo en trozos más pequeños: los primeros relojes del siglo XIV marcaban cada hora; en 1700 se incorporó el minutero, en 1800 el segundero. Y el mercado de valores se mueve en nanosegundos. Así que el tiempo cada vez va más deprisa y eso significa que el futuro está desapareciendo. Y también tenemos el cortoplacismo del capitalismo especulativo neoliberal, que no tiene visión de futuro ni de su impacto en la población de planeta, y el de la política. Todos estos factores alimentan la tiranía del ahora.

P. Hemos vivido miles de años sin coches ni aviones, ¿por qué ya no imaginamos el futuro sin ellos?

R. La dominación de la ciudad por los coches solo lleva 100 años. Pero la gente no tiene recuerdos de otra cosa. El coche es una especie de arma. Pensamos que la libertad es conducir o volar a donde queramos, pero no la libertad que importa. En el siglo XVIII en Europa, la gente pensaba que era libre para tener esclavos, y ahora sabemos que eso está mal. Es parecido con los coches y los aviones: pensamos que es nuestro derecho, pero el ejercicio de ese derecho tiene impactos perjudiciales en otras personas. Causa daño y eso es lo que tenemos que meternos en la cabeza. La libertad no es conducir un coche de gasolina ni volar todo lo que quieras.

Un atasco entre la calles José Abascal y el paseo de la Castellana, en Madrid.
Un atasco entre la calles José Abascal y el paseo de la Castellana, en Madrid. Víctor Sainz

P. En la era con más conocimiento científico es cuando más estamos destruyendo el planeta. ¿Cómo explica esa paradoja?

R. El conocimiento científico y técnico puede ser una liberación, pero siempre ha sido peligroso. Con la primera prueba nuclear en 1945 desarrollamos la capacidad de destruir el futuro. El problema es que con este conocimiento estamos colonizando el futuro con nuevos riesgos: inteligencia artificial, biotecnología, nanotecnología… Pensamos en una utopía tecnológica que resolverá todos nuestros problemas, pero es mejor confiar en la tecnología social: la invención de los sindicatos en el XIX es tecnología social que ha ayudado a asegurar los derechos de los trabajadores. Necesitamos nuevas formas de organizarnos para hacer frente a los retos ecológicos. Los políticos no nos salvarán: será la acción directa de movimientos como Extinction Rebellion o Fridays for Future los que presionarán al sistema político para abrirlo desde abajo. Es lo que pasó con el movimiento por los derechos civiles en EEUU o con el movimiento anticolonial en la India.

P. El cambio climático requiere cambiar nuestra vida, pero hay gente que no quiere hacerlo. ¿Cómo los convencemos?

R. Hay mucha gente que no quiere pagar más impuestos para las futuras generaciones porque están preocupados por sus problemas actuales. Pero si les das un espacio donde puedan hablar sobre las generaciones futuras, miran al mundo de otra forma. En Japón tienen un movimiento llamado Diseño Futuro en el que invitan a vecinos a hablar de los planes para su ciudad: unos tienen que pensar como ciudadanos de ahora y otros se ponen un kimono y tienen que pensar como habitantes de 2060. Y resulta que los que llevan esas ropas piensan en planes de transformación más ambiciosos respecto al cambio climático o incluso a pagar más impuestos. A quienes no quieren hacer nada contra el cambio climático hay que decirles: piensa por un momento en cuando tu hija tenga 90 años. ¿En qué mundo va a vivir? ¿Qué puedes hacer por ella? La gente reacciona bien a estas preguntas, solo hay que buscar el espacio para planteárselas.

P. ¿Cómo nos juzgarán esas generaciones?

R. Dirán que fuimos criminales. Mis hijos ya me están juzgando. En los noventa volé mucho a Guatemala y México para una investigación sobre indígenas, y me preguntan: “¿Cómo podías volar tanto? La primera Cumbre de la Tierra fue en 1992 [en Río de Janeiro]”. Y les respondo que entonces no formaba parte de nuestra visión del mundo. Nos ha costado años entender el cambio climático. Por eso Greta Thumberg y miles de jóvenes están realmente enfadados. Y tienen razón.

P. ¿Y cómo serán vistos en el futuro los actuales activistas climáticos?

R. En la escuela de mis hijos hay figuras históricas como Mahatma Gandhi, Martin Luther King o la sufragista Emmeline Pankhurst. Todos ellos incumplieron las leyes, fueron disruptores del sistema. A la vez, los Gobiernos dicen que los activistas climáticos que bloquean el tráfico están incumpliendo las leyes y son ecoterroristas. Estos activistas se verán en el futuro como ciudadanos responsables y los políticos, como irresponsables.

P. Igual que ahora vemos a los que lucharon contra la esclavitud…

R. Sí. El movimiento antiesclavista en Europa en los siglos XVIII y XIX surgió como una rebelión que intentó derribar el sistema. Necesitamos algo similar hoy. Hace poco fui a una conferencia de un ejecutivo de la petrolera Shell que explicaba que el cambio climático es un problema, pero que tenemos que seguir quemando combustibles fósiles para conseguir dinero con el que invertir en renovables. Sería como si hace 200 años los propietarios de esclavos dijeran: “Bueno, la esclavitud está mal, pero no podemos cambiar muy rápido, habrá que hacerlo en unas décadas”.

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Sobre la firma

Miguel Ángel Medina
Escribe sobre medio ambiente, movilidad —es un apasionado de la bicicleta—, consumo y urbanismo, entre otros temas. Licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense, ha publicado el libro ‘Madrid, preguntas y respuestas. 75 historias para descubrir la capital’. 

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