El coleccionista que socializa el Arte
Han Nefkens es un coleccionista atípico. ‘Socializante’ No guarda; cede su obra a los museos De su lucha contra el sida y la afasia que le paralizó ha renacido un hombre totalmente nuevo
Al holandés errante que es Han Nefkens resulta muy fácil encontrarle. Solo un mar es para él punto de partida y retorno: el Mediterráneo. Allí llegó, hasta Niza, cuando tenía 19 años en busca de luz y gente en la calle. Allí ha atracado desde hace años en otro puerto, el de Barcelona, donde disfruta a fondo y tranquilo de su tercera vida…
Porque a Han Nefkens (Rotterdam, 1954) se le puede considerar sobre todo un superviviente. Un superviviente a quien las circunstancias han llevado también a convertirse en un generoso coleccionista de arte, mecenas literario, impulsor de proyectos de moda, escritor –nunca abandonó su vocación periodística– y viajero. Un superviviente que ha luchado contra el virus del sida desde 1987 y contra una afasia y una encefalitis que casi acaba con su vida hace 10 años y que le obligó forzosamente a renacer.
Renacer en su caso parece la palabra justa. El virus le atacó el cerebro y le dejó absolutamente paralizado. En tres meses no sabía comer, no podía andar, hablar, no conocía a nadie ni se reconocía a sí mismo. Lo cuenta en Tiempo prestado, un libro autobiográfico publicado por Ediciones Alfabia, donde Nefkens relata esa experiencia límite que le convirtió en alguien diferente, ajeno a sí mismo.
Coleccionar, abordar proyectos artísticos, le ha salvado después de muchos escollos vitales. Ha dado sentido a casi todo. Pero no coleccionar por acaparar, sino para compartir. “Fascinado con el arte, le propuse a un amigo director de un museo qué podía hacer para contribuir a él de manera original. Quería establecer un lazo efectivo entre los creadores y el público”, comenta Nefkens en la Fundación Joan Miró de Barcelona, donde ha donado una obra de Pipilotti Rist. “Si la legas, yo la admito en depósito, me dijo”. Y así comenzó su tarea de mecenazgo socializante. “El coleccionismo es un mito, como querer plantar un árbol en tu jardín y creer que es tuyo; siempre pertenecerá al orden natural de la misma manera que una creación artística lo es de la sociedad a quien va dirigida”.
La primera obra que compró también era de Pipilotti Rist: 54, se titulaba. Y fue el comienzo de un trabajo coherente que le ha llevado a ahondar en una línea de obsesiones constantes: “Algo que es común a todas ellas es su fuerza contenida, pero también busco una poética, una luz, un retrato de la ausencia, que no de la muerte, porque en el fondo creo que toda obra de arte es una rebelión contra la muerte”, comenta Nefkens. Con estos y otros rasgos, el holandés –que este año fue reconocido en Arco con el premio al coleccionista internacional– ha reunido obra de Rist, pero también de Sam Taylor-Wood, Bill Viola, Shirin Neshat, Jeff Wall, Félix González Torres…
Siempre quiso salir de Holanda. “Lo mismo que mucha gente no encaja en su propio cuerpo, yo nunca encajé en mi país”, asegura. “Quería vivir en un lugar con palmeras, sol y las calles de bote en bote, buscaba un ambiente más abierto, color”. Ese deseo de huir le obligó a recalar en el sur de Francia primero, como Van Gogh; después, en Estados Unidos y en México, donde halló a Felipe, el amor de su vida, y ahora, en Barcelona.
México le abofeteó y le acarició a partes iguales con sus jaranas, sus tragedias y sus tonos chillones. Allí fue donde vivió a tope y donde un mal día, sin ser muy consciente de lo que le decían, le diagnosticaron sida: “Un 19 de noviembre de 1987, a las siete de la tarde… me dieron el papel y lo abrí yo mismo en plena calle. Decía positivo; estaba tan confuso que no supe si eso era bueno o malo”.
Hay impactos que no se olvidan. Más en aquellos tiempos, cuando esa noticia implicaba la muerte: “Yo tuve mucha suerte, las medicaciones me fueron salvando hasta que en 1996 aparecieron fármacos que convertían la enfermedad en algo crónico, en parte de ti”.
Era la época del miedo, el desconocimiento y la incomprensión. La época de la máxima incertidumbre y la espera del milagro. “Muchos de quienes contrajeron el virus conmigo no llegaron a contarlo. Además, debía acostumbrarme a convivir con preguntas muy incómodas: ¿Moriré? ¿Me despedirán? Obviamente, todo se me hizo mucho más fácil al sentir la comprensión en el trabajo y en mi familia, aunque para ellos aquella palabra equivalía a sentencia de muerte. Por entonces yo era corresponsal en México”.
Las sensaciones fuertes no quedan nada diluidas en la memoria, se aferran allí, apalancadas en alguna esquina del cerebro y la piel, fieramente ancladas con el recuerdo de los traumas: “Era como contemplar en el cine un tráiler de una película que está por estrenarse cuando en realidad tú ya estás viviendo esa película”.
Venció con el tiempo todos esos reveses. Pero lo mismo le vinieron otros. Una complicación y una infección en el cerebro acabaron con un Han y de nuevo la fortuna y una medicación adecuada en un hospital de Holanda, donde le internaron al sentir los síntomas, dieron luz a otro Han. “Del primero no me acuerdo, si me esforzara por volver a saber cómo era lo lograría, pero no me interesa”.
Prefiere quedarse con el de ahora. Mucho más filósofo, más reflexivo, más tranquilo. “Mucho más consciente de la fragilidad del ser humano, pero también, y precisamente por eso, de su fuerza”. El nuevo Han prefiere cancelar sus compromisos a cambio de dar un largo paseo con su perra. El nuevo Han sabe que todo lo que pueda vivir en el momento no lo debe dejar para después.
Quizá todo eso le venga de haberse visto obligado a redoblar esfuerzos. “Volver a aprender a hablar, a comer, a caminar es un fastidio, pero tiene sus partes buenas”. ¿Cómo cuáles? “La sensación de que ciertas cosas que ya conoces las haces por primera vez. La sensación de ser virgen…”.
Es posible que no sea un matiz en el que todo aquel que haya pasado por dicha experiencia cae. Pero en sí conlleva una fuerza tremenda. Virgen al volver a probar una tarta Sacher, virgen al saborear un plato de lechuga sencillamente aliñada con aceite, vinagre y sal. “¿Quién tiene en su vida la oportunidad de experimentar por segunda vez algo por primera vez?”, se pregunta en Tiempo prestado. Virgen al hacer el amor. “Fue más fácil que aprender a caminar de nuevo, quizá porque estaba tumbado y no había motivo para temer una caída”, cuenta Nefkens. Envidiable y paradójico, consciente de haber hallado un motor placentero en la sinuosa y no siempre certera tarea de reconstruirse.
Superó muchos desequilibrios. “Era extremo en todo. Me enfrenté al desequilibrio y al desenfreno absoluto. Hacía lo que me daba la gana; si me quería comer tres trozos de tarta, me los comía, y si me quería comprar seis camisas, las compraba. Me costó aprender el raciocinio, la normalidad”. Muchas de esas sensaciones doblegadas ahora le hacen sentirse a menudo invencible. Si compara su relación con ambas enfermedades, encuentra que el sida se ha apoderado de él de forma abstracta y los descalabros de la encefalitis fueron algo mucho más concreto. Eso le ha conducido al arrojo.
“No sé si me siento capaz de todo, pero lo intento”. Formar una colección arriesgada, otorgar becas literarias para jóvenes –como la que acaba de poner en marcha con Alfabia Ediciones y la Pompeu i Fabra–, seguir escribiendo… “Puedo hacerlo, tengo los medios, ¿por qué no lanzarme?”. Y él mismo da la respuesta. La fortuna familiar de un heredero de padre arquitecto y constructor se lo permite. Aunque lo hace con la conciencia clara de que todo puede terminar de repente: “Aun así, me iré con la sensación de perseguir mis deseos, nunca me arrepentiré de nada de lo que he hecho, nunca dejé nada para después”.
Babelia
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