El (re)descubrimiento del clítoris
Todo a punto para la solemne publicación de la 23ª edición del Diccionario de la Lengua Española
Todo a punto para la solemne publicación en octubre de la nueva edición (la 23ª) del Diccionario de la Lengua Española, que representa la culminación, a la vez simbólica y palpable, del año del tricentenario de la RAE. Se publica —como viene ocurriendo desde 1925, cuando la 15ª edición salió de los talleres de Calpe—, bajo el logo de Espasa (grupo Planeta), uno de los sellos (el otro era Santillana) al que la docta casa venía confiando la impresión y distribución de sus trabajos. Por cierto: mi topo en Penguin Random House, el megagrupo que ha adquirido las editoriales trade de Santillana, me sopla que allí ya están diseñando una serie “RAE” para publicar lo que no se quede Espasa. Por lo demás, del nuevo Diccionario de la Lengua Española —la última ocasión en que se llamó “de la lengua Castellana” fue en la 14ª edición, publicada en 1914, año del bicentenario y siendo director de la RAE Antonio Maura— se publicarán dos versiones: una “popular” a 99 eurillos y otra “de coleccionista” (numerada) a 200. Tengo que reconocer que los chicos y chicas (bastantes menos) académicos del caserón de la calle de Felipe IV han trabajado duro: el nuevo dico (para usar el hipocorístico con que los franceses designan a sus diccionarios) incluye 200.000 acepciones (19.000 americanismos), más de 100.000 enmiendas y casi 6.000 artículos nuevos, entre ellos algunos muy necesarios —como serendipia— y otros a los que se les ha emasculado importantes matices, como dron, que aparece definido sin más como “aeronave no tripulada”, como si fuera algo de uso mayormente inocuo y jajajá. En otros casos, sin embargo, la nueva edición se ha esforzado algo más en acercarse a la realidad: en el artículo ablación, que ya existía, se desliza por vez primera el término clítoris (que también existía), lo que indica que los académicos varones se han dado cuenta por fin de que aquella tan tremenda mutilación afecta a unos 160 millones de mujeres de este planeta. Por supuesto, se siguen perpetrando implacables lexicidios —artículos que desaparecen, se expurgan o son abarrados por falta de uso y necesidad de espacio, como el maravilloso adverbio dalind (de allá)—: no extrañe a mis improbables lectores que de vez en cuando emplee alguno en este Sillón de orejas, en un desesperado intento de propiciar su aún más improbable regreso. Por último, no quisiera resultar excesivamente abusionero (agorero), ni mostrarme demasiado abatatado (turbado, confundido), pero me temo que, aunque los dos avatares de la 23ª edición del Diccionario proporcionarán pingües beneficios a sus editores, ya no será el chollo de antes, cuando su publicación permitía a Espasa salvar con creces su cuenta de resultados; el bienaventurado uso gratuito del DRAE en Internet —con centenares de miles de consultas mensuales— y los bolsillos exhaustos de los españoles ya no permiten tales alegrías corporativas.
Biografías
Buena rentrée para la memorialística literaria. Lumen (Penguin Random House) recupera (25 de septiembre) Una mujer con atributos, la autobiografía de Lillian Hellman (1905-1984), dramaturga y guionista (de películas como La calumnia, de William Wyler, 1961, o La jauría humana, de Arthur Penn, 1966) que compartió gran parte de su vida con Dashiell Hammett, estuvo en España defendiendo la República con sus crónicas y se enfrentó con valentía al macartismo. Impedimenta publicará en noviembre La vida sin armadura, la autobiografía de Alan Sillitoe (1928-2010) publicada originalmente en 1995, en la que el célebre novelista de los Angry Young Men (recuérdense las estupendas Sábado por la noche y domingo por la mañana, de 1958, y La soledad del corredor de fondo, 1959) evoca de modo magistral su infancia de clase obrera en Nottingham y su carrera como escritor comprometido en la cerrada sociedad literaria de posguerra. Por lo demás, sigue la moda de novelar las vidas de escritores reales o de personajes de su entorno, algo ya tan frecuente que amenaza con convertirse en un subgénero literario. La fórmula es sencilla: se escoge a un escritor o escritora de vida agitada (los sedentarios no dan la talla) y se construye una historia cuidando de no suscitar pleitos por difamación o libelo. Así, El ángel rojo (Alianza), del turco Nedim Gürsel, es una novela sobre la traición y la pérdida de las ilusiones (también políticas) en la que un narrador actual se enfrenta con determinados hechos y documentos relacionados con el gran poeta comunista Nazim Hikmet (1901-1963). En Las señoras Hemingway (Lumen), Naomi Wood presta voz ficticia a las cuatro esposas del gran “macho” de la Lost Generation: Hadley, Fife, Martha Gellhorn y Mary Welsh, que compartieron con él parte de sus vidas. Para un retrato oblicuo de la pareja Gellhorn-Hemingway durante la guerra de España, no olviden el ensayo Hotel Florida (Turner), de Amanda Vaill.
Ateísmos
Leo en diagonal las ingratas “pruebas sin corregir” de La edad de la nada, de Peter Watson, un volumen de ochocientas páginas que Crítica anuncia para octubre. Watson, al que muchos lectores conocen por dos libros de referencia imprescindibles (Ideas e Historia intelectual del siglo XX), es uno de esos historiadores británicos que saben dosificar perfectamente erudición, rigor y elementos informativos y anecdóticos. En su último gran libro, cuya edición norteamericana se titula más contundentemente The Age of Atheists, el gran especialista británico en historia cultural traza un vasto panorama de la extensión y evolución del ateísmo desde finales del siglo XIX hasta nuestra época, cuando la práctica religiosa en las iglesias europeas ha descendido notablemente y gran parte de los artistas, pensadores y científicos que más influyen en la sociedad parecen haber asumido que vivimos en un universo en el que la noción de Dios resulta redundante o absurda. Desde que el “hombre loco” de Nietzsche —una especie de nuevo Diógenes— irrumpiera en el mercado con una lámpara encendida en la claridad del mediodía gritando que buscaba a Dios (La gaya ciencia, sección 125), muchas aguas han corrido bajo los puentes del ateísmo. Darwin, Marx y Freud (el inconsciente irrumpió en la cultura occidental como sustituto secular del alma) habrían sido los carpinteros que clavaron los últimos clavos en el presunto ataúd de Dios. Pero no solo ellos: la fenomenología (la “metafísica de lo concreto”), dos carnicerías mundiales, un Holocausto (¿qué estaba haciendo Dios mientras se elevaba hacia el cielo, su morada, el humo acre de los hornos crematorios?) y un siglo pródigo en catástrofes y matanzas, contribuyeron también a que el ateísmo incrementara parroquia y militancia. Dos capítulos fundamentales sobre el ateísmo entre los bolcheviques y los nazis revela hasta qué punto Nietzsche también influyó en los primeros, y cómo la idea de un hombre nuevo “que habrá de recibir su fortaleza de la revolución y su hermosura del arte” (Anatoli Lunatcharski) halló sus raíces en filosofías que para los comunistas constituían anatema. Un importante libro de fondo que se inscribe desde la historia cultural en el debate entre ateos y deístas, más allá de los fundamentalismos de unos y otros.
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