Cada cual con su magdalena
El estreno de 'El fundador', la película sobre los orígenes del imperio McDonald's, coincide con varios libros sobre la alimentación
1. Hamburguesas
Cuando este Sillón de Orejas llegue a mis siempre improbables lectores, ya se habrá estrenado, o estará a punto de hacerlo, El fundador, de John Lee Hancock, la primera biopic sobre el fundador del mayor imperio global de comida rápida. Ray Kroc (en la peli, Michael Keaton) no se inventó McDonald’s, pero sí fue su Bonaparte, es decir, el responsable de difundir por todo el planeta lo que otros habían creado. Como se sabe, los auténticos creadores fueron los hermanos Maurice y Richard McDonald, que en 1948 decidieron transformar su pequeño restaurante en un revolucionario establecimiento automatizado especializado en hamburguesas y patatas fritas, y en el que ofrecían a los parroquianos de San Bernardino, California, calidad a buen precio y, sobre todo, rapidez. El negocio iba muy bien. Tanto que Ray Kroc, un representante de máquinas mezcladoras para batidos, se moría de envidia al ver las colas de clientes. El resto de la historia es una fábula moral de traición, deslealtad y codicia desbocada que, en cierto sentido muy pertinente, constituye una metáfora del capitalismo y de las penumbras del “sueño americano”. Simplificando: Kroc consiguió primero (1954) la concesión de algunas franquicias y, desde allí, se hizo con el negocio para saltar primero las fronteras interestatales y, luego, las del mundo. En el camino, aquellas hamburguesas de los hermanos McDonald fueron perdiendo el prurito de lo bien hecho, y la automatización y la extrema rentabilidad se convirtieron en la razón última del proyecto. Hoy McDonald’s está implantado en 120 países, es el segundo empleador del planeta (tras Wal-Mart) y hasta su más célebre hamburguesa, la Big Mac, se usa como índice económico. El logo de los arcos dorados, posiblemente tan conocido como la cruz de los cristianos, es para mucha, muchísima gente, un símbolo de refugio, calor en compañía y comida barata. Basta conducir de noche por las interminables y, a menudo, desoladas carreteras norteamericanas para que los arcos iluminados, avistados en el horizonte, confieran un plus de seguridad y familiaridad al viajero. Y, tal como señala Michael Pollan en su libro El dilema del omnívoro (Debate), que ya cité la semana pasada, para varias generaciones de niños el aroma multiuso y dulzón a comida rápida típico de sus restaurantes ha llegado a tener el mismo valor que el sabor de la magdalena mojada en el té que su tía Léonie ofrecía al narrador proustiano en aquellos lejanos domingos de su infancia. Claro que ese valor evocador y sinestésico se puede conseguir incluso prescindiendo de la calidad intrínseca del producto que lo desencadena: ahí tenemos, por ejemplo, los célebres McNuggets de pollo, uno de los “alimentos” preferidos de los niños y en los que se han identificado 38 componentes (30 derivados del maíz), entre los que se encuentran los temibles y muy controvertidos dimetilprolisiloxano y, sobre todo, la terbutilhidroquinona (TBHQ), un antioxidante derivado del petróleo que se emplea para “mantener la frescura”. La verdad es que la casualidad (que, como se sabe, no existe en la edición) ha querido que últimamente hayan caído en mis manos dos libros que están poniendo en cuestión mis antes profundas convicciones carnívoras: el ya citado de Pollan y el más didáctico La carne que comemos (Alianza), de Philip Lambery, un auténtico “abre-los-ojos” acerca de cómo se produce la carne que comemos (incluyendo la de pollos estresados, torturados y “criados” en el espacio de un folio), y de los verdaderos costes de la ganadería industrial. Y es que, como decía recientemente la filósofa (y animalista) Corine Pelluchon: “El día en que se toma conciencia de la intensidad del sufrimiento animal, todo se derrumba”.
2. Policiaca
Hay libros que, aun siendo jóvenes (como casi todos los que siguen “vivos”), envejecen a sus primeros lectores, que no pueden evitar el recuerdo de verse como eran cuando los leyeron. Pienso en ello a propósito de aquel Corazón tan blanco que Marías publicó en Anagrama (ya ven qué lejos está todo) hace 25 años y que yo, como tantos otros, leí entonces, cuando aún no teníamos canas, ni tantos escepticismos. He vuelto a hojearlo en la primorosa edición conmemorativa de Alfaguara, que parece haber querido convertir aquella novela en monumento (aunque no lo necesitaba), y he notado el peso de los años en mí, que la leí fascinado hace un cuarto de siglo. En otro sentido, también estos días he notado cómo crece (a un ritmo diferente al mío, que soy mayor que ella) mi adorada jueza (a su autor le sigue gustando más “juez”) Mariana de Marco en El asesino desconsolado (Destino), la séptima novela de J. M. Guelbenzu que protagoniza. Ahora, con 46 años y una vasta experiencia humana, profesional y sentimental, Mariana está mejor que nunca: el tiempo y las heridas la han convertido en esa espléndida mujer que prefiere la lealtad a la fidelidad, “una virtud perruna”, y que actúa siempre con una libertad, una inteligencia y una seguridad en sí misma nada habitual en los personajes femeninos surgidos de mentes masculinas. Cualidades esas que no solo informan la instrucción de sus casos, sino su vida fuera del juzgado: sus relaciones complejas con su amante (ahora fijo, aunque problemático) y la cómplice y cariñosa ambigüedad con su mejor amiga, la arquitecta Julia Cruz, otra burguesa leída y culta como ella, cuyos monólogos interiores, además de informarnos de lo que no vemos de su amiga, cumplen la función de aliviar la tercera persona omnisciente. La intriga, si me lo permiten, no es lo más importante: aunque la investigación de los asesinatos (tal vez relacionados con un posible lienzo perdido de Monet) en el edificio en que vive Julia no está exenta de giros de inesperados y perplejidades, lo mejor es asistir una vez más a la evolución de un personaje cuya profundidad psicológica y moral no suele ser frecuente en las policiacas. Ya estoy deseando leer la siguiente.
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