Nadal, el sufridor que se coló en nuestros hogares
Competidor hasta el extremo, el tenista se proyectó como un icono por encima de sus éxitos: hizo creer que siempre hay esperanza. Federer venía con esmoquin de serie; él, mortal, se lo creó a sí mismo superándose ante un sinfín de dificultades
Domingo, junio, media tarde. Primavera, Bois de Boulogne, París. A la sobremesa de los españoles le acompaña desde hace casi dos décadas la misma canción, convertida con el paso de los años en el himno de uno de los torneos más prestigiosos de la raqueta: jeu-set-match, Nadal. Celebra el mallorquín en el centro de la Philippe Chatrier, brazos en cruz y bíceps hinchados, apretando puños y dientes y colándose una vez más en el hogar de todos y todas, de aquellos y aquellas que siguen el deporte y también de los que no. Porque la historia no iba solo de tenis. “Otra vez lo ha hecho”, reacción general. Se repetía la escena esos lunes por la mañana, cuando el éxito se localizaba en Melbourne, o esas tardes de Wimbledon o esos domingos por la noche en Nueva York. Game-set-match, Nadal. Otra gesta, más trofeos. Da igual el idioma. Desde que metió la cabeza en la élite —recién alcanzada la mayoría de edad— y puso en jaque el sólido reinado del genio Roger Federer, hace más de veinte años ya, aquel jovenzuelo tarzanesco, forzudo y bronceado, melena al viento y sin mangas, fue convirtiéndose de manera progresiva en una referencia universal. ¿Por qué?
“Porque para él no existen los límites. Rafa traspasa todas las fronteras imaginables e inimaginables, las que no alcanzan la razón y la lógica. Está hecho de otra pasta. Es único”, transmite Àlex Corretja, refiriéndose a la ola expansiva de un competidor que sedujo partiendo del principio básico de su profesión, de algo tan simple y tan complejo a la vez: superarse día a día, elevar un milímetro el listón. Porque más allá de la interminable retahíla de adjetivos que han acompañado siempre sus triunfos, el impacto deportivo de Nadal se explica a partir de lo elemental: la superación. Poco importa la circunstancia, que fuera dos sets abajo, que estuviera contra las cuerdas, que llevase meses en la enfermería o que tuviera el pie a la virulé, entre otras penurias físicas. Agujas, bisturís, rehabilitaciones; radiofrecuencias, analgésicos e infiltraciones. Y de fondo, dolores y más dolores. En paralelo, lecciones de anatomía y la desagradable compañía de algunos nombres extraños, de Müller-Weiss (escafoides) a Hoffa (rodillas). Sufría él, y de la mano el aficionado, que hizo de la angustia ajena algo propio.
En cualquier caso, ahí estaba Nadal, maestro de la reinserción, para hacer creer a los demás y dispuesto siempre a devolver una más. Para intentarlo una penúltima vez. Pocos conocen mejor la ruta de regreso. El poder de la convicción. Si él confiaba, el resto también. Una cuestión de fe que se internacionalizó, por más que él se defina como “un chico de pueblo” criado en Manacor. Allí, bajo los particulares códigos de la isla —”gente reservada y desconfiada”, precisan los oriundos—, nació el relato del tío estricto y el sobrino estoico, de la fórmula simple y la formación espartana: a más trabajo, mejores resultados. De un pequeño club mallorquín al infinito. “Era distinto, agresivo. Las peleaba todas. Lo descubrimos pronto, cuando tenía 14 años. Pero más allá de la garra y el talento que tenía, me llamó la atención su capacidad para escuchar”, recuerda Jordi Arrese, el hombre que le permitió debutar en la Copa Davis, en 2004, Brno (República Checa). Ya entonces, destacaba por su “hiperactividad”, por su “desparpajo” y por estar “muy hecho” físicamente, según describen personas allegadas, que también aluden a una mezcla de “personalidad” y “timidez” que perdura hasta hoy.
Los que conocen bien a Rafel —así le llama su círculo más íntimo, por la fonética mallorquina— le definen como un hombre arraigado a su entorno y a su gente, muy familiar, que ha sabido conservar el equilibrio pese a la excepcionalidad de sus logros —tiene las mismas amistades de siempre, entre ellas la del exjugador Tomeu Salvà— y a la dimensión del personaje público: “Se acuerda de dónde viene, se lo han inculcado desde pequeño”. Amante del mar, le entusiasman la navegación y los barcos, y entre fogones se desenvuelve mejor con los pescados. Rara vez se pierde un partido del Real Madrid, disfruta de las pachangas con los amigos —jugó en las categorías inferiores del Manacor— y es un consumidor voraz de todo tipo de acontecimientos deportivos; uno de los que más le atrapa es la Ryder Cup del golf, disciplina que también se le da bien, hasta el punto de que este año se proclamó campeón de Baleares en categoría amateur.
Carácter “complejo”
Uno de sus grandes referentes es Tiger Woods —”nunca tuve grandes ídolos, pero si tengo que decir uno sería él”— y también admira a su amigo Pau Gasol, con el que entabló amistad durante el rodaje de un anuncio de Nike y con el que comparte un negocio gastronómico. Su padre Sebastià y su agente, Carlos Costa, están detrás de toda la estrategia económica del tenista, que desde hace tiempo ha ido reforzando su perfil empresarial. Nadal procede de una familia pudiente —cristales e inversión inmobiliaria, antes de los éxitos del tenis— y a través del holding Aspemir invierte en más de una decena de sociedades —turismo, ocio, vivienda de lujo, audiovisuales o energías renovables, además de la academia que inauguró en 2016 en Manacor—. Es conocida también su camaradería con el rey emérito o el cantante Julio Iglesias, y los lazos con Florentino Pérez.
En el territorio tenístico, su jerarquía de puertas adentro ha sido máxima. Su nombre siempre ha infundido mucho respeto entre compañeros, empleados de la ATP, periodistas y trabajadores de los torneos. No han faltado tampoco algunas críticas por lo bajini entre bastidores. A su llegada hizo buenas migas con los jugadores latinoamericanos —especialmente, con el argentino Juan Pico Mónaco—, disfrutó en compañía de la pandilla española —Moyà, Marc López, Feliciano, Verdasco o Pablo Andújar, entre otros— y, con el paso de los años y la madurez, su buena relación con Federer se ha consolidado. Eso sí, no todo fueron días de vino y rosas.
En la línea general, el suizo elogia sobremanera la virtud de saber rehacerse una y otra vez del torbellino que se convirtió en su némesis, ejemplo de una constancia y de competitividad extraordinarias. “Ha tendido a transmitir seriedad, tenacidad y ética en la pista, una innegable sensibilidad con determinadas causas en las que ha colaborado y se ha hecho público, así como un evidente conservadurismo en sus opiniones sociopolíticas y su relación con algunos sectores del poder establecido. Todos estos aspectos confieren al personaje un carácter complejo, alejado de la frivolidad aparente de una parte del deporte profesional más popular”, apunta Xavier Pujadas i Martín, doctor en Historia Contemporánea por la Universitat de Barcelona especializado en deporte.
Como en su día lo hiciera Miguel Indurain, el mallorquín entró en todos los hogares a fuerza de sudor, raquetazos y títulos, por su irreductible espíritu de sacrificio y su habilidad para escapar de situaciones aparentemente terminales. Sin embargo, su proyección como icono mundial va mucho más allá de las victorias. Convertido ya en el principal eje vertebrador de la historia del deporte español, Nadal será reconocido por su don para regenerarse y el esfuerzo efectuado para sobreponerse a un sinfín de dificultades. Su lesión crónica en el escafoides auguraba un trazado corto, pero jamás se rindió. A Federer, esculpido por los dioses, el esmoquin le venía de serie; él, un mortal, se lo confeccionó a sí mismo. Nadal, sinónimo de pundonor. De levantarse una y otra vez.
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