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Reportaje:

La vida, golpe a golpe

Esta es la historia de un antiguo boxeador cuya carrera se vio truncada.hace diez añosy -que, para sobrevivir, acabó realizando atracos a puñetazos

El 15 de septiembre de 1972, Jose Antonio Blasco Planes disputaba su decimoprimer combate como boxeador profesional. Pisó la lona sonriente, giró sobre sí mismo haciendo volar la bata azulada y todo el público pudo leer en su espalda escrito bien grande, en letras doradas: BLASCO. Si el lugar donde está escrito el destino de los boxeadores fuese su albornoz, los aficionados de aquella velada del Price hubiesen leído: ACABADO.José Antonio Blasco se enfrentaba aquella noche a un contrincante fácil. Mariano Gascón París, de Zaragoza, era, como Blasco, un superligero, pero a Gascón le pesaban las piernas, le pesaban los. puños, todo el cuerpo le pesaba después de una carrera profesional jalonada de combates mediocres imposibles de distinguir entre sí. Digamos que su mejor momento había quedado atrás.

El combate estaba programado a ocho asaltos y antes de sonar el gong señalando el inicio de lo que debía ser su última pelea, el speaker había anunciado a Blasco ante sus seguidores. Cada dato era seguido de un ruidoso "¡¡Bien!" coreado por los espectadores. "A la derecha, José Antonio Blasco, Blasco...", "¡Bien!"; "de la federación catalana...", "¡Bien!"; "63 kilos..."; "íBien!".

Tras intercambiar los primeros golpes de rigor, Blasco, buen fajador donde los haya, midió las distancias y estudió a su contrincante. La mirada de Blasco se fijó en la mandíbula de Mariano Gascón y esperó. Al segundo asalto el puño de Blasco partió como una exhalación y Gascón cayó al suelo. El árbitro hizo la cuenta reglamentaria y el púgil aragonés se levantó atontado, con la mirada perdida y las piernas de algodón. El público se exaltó y arreciaron` los aplausos y el jaleo de los incondicionales de Blasco. "¡Castígale la mandíbula.1". La campana salvó a Gascón por los pelos.

Parecía imposible para quienes le conocían, pero aquella noche Blasco no era el mismo. Circulaba errático por el ring, sin sacar partido del punto débil del adversario. En el séptimo asalto el brazo dere-' cho de Gascón arrancó desdeatrás con lentitud formando un arco y Blasco debió ver en cámar a lenta primero un punto lejano, luego una mole enorme, negra, que le tapó la cara y le desceillocó el protector de la boca entre esquirlas de saliva y sudor. Esta vez la señal salvó a Blasco.Su preparador, Juan Clemente, cerró los ojos y estrujó la toalla con las dos manos, como si quisiera exprimir hasta la última gota de agua antes de tenderla a la luz ce gadora de los focos. Blasco aguantó el último asalto porque sabía que, si no, era el fin. Estaba tocado para este combate y para siempre Los últimos minutos desfilaron confusos ante los ojos entreabiertos de Blasco. Aguantó ya sin ver una luz, sólo mil destellos, bañado en el chorro de irisaciones que venían del techo; pero aguantó por que él era una promesa.Un boxeador guapoAl sonar el final de la pelea Blasco se propuso llegar hasta el rincón que reconoció como el suyo solo gracias a las señales de sus gentes. Se sentó en la banqueta y el eco de las palabras del árbitro, declarando nulo el combate, rebotaron en sus oídos. Tampoco los cachetes de Juan Clemente sirvieron para reanimarle, ni el agua, ni las sacudidas en los hombros.

Claudio Almirall representaba esa noche a la Federación Catalana de Boxeo y tuvo que ocuparse de todo. La ambulancia les trasladó hasta la Clínica Delfos. Por el camino, Almirall sólo se preguntaba cómo un chaval como Blasco podía haber quedado conmocio~ nado sin recibir apenas. Gascón apenas le había castigado, pensó Almirall, y si Blasco había acabado de ese modo es que tenía que haber bebido más de la cuenta. "Tiene que ser la bebida".

Mientras Almirail esperaba la respuesta del doctor, aparecieron varias mujeres. La primera dijo ser la mujer de Jose Antonio Blascola segunda, también. A ambas les permitió pasar Almirali. Pero cuando llegó una tercera esposa, Almirall decidió cortar por lo sano y las desalojó a todas. Lo mismo hizo con todas las bailarinas del cabaret Río, que aparecieron entropel, rompiendo el silencio de la clínica con sus exclamaciones y grititos contenidos. Y es que Blasco pertenecía a esa clase singular de los boxeadores guapos. Las chicas que se mueven alrededor'del cuadrilátero se morían por él, se lo rifaban y seguían su carrera sin entender nada, pero seguras de que acompañaban el ascenso de un triunfador.

El doctor le espetó, meneando la cabeza, a un Claudio Almirall boquiabierto: %Y esto es un deportista?. Este hombre tiene conmoción cerebral con derrame meningeo y está de droga hasta aquí". El médico se señaló la parte más lejana de su coronilla y giró sobre sus pasos.

Blasico estuvo tres días inconsciente. Por aquel entonces aún nopresentaba ninguna de las características fisicas propias del outlaw, elfuera de la ley, según lo describe Sutton: "No he conocido a un solo desperado que tuviera los ojos o el pelo negros o castaños. Todos eran rubios y tenían los ojos azules o grises... Me he maravillado muchas veces de ello".Día 7 por la tarde

José Antonio Blasco, nacido en Camprodon, criado en Figueres, 34 años, sin trabajo conocido ni domicilio fijo, jura y perjura que aquella noche no iba más drogado que otras noches. "Llevaba cerca de un año de profesional y subía como la espuma. Cobraba más de 25.000 pesetas de las de entonces y tenía un contrato con Tejeda, el delos talleres nocturnos en la ca Aragón, por el que doblaba

precio cada tres combates. Cmdo sólo me faltaban dos días pa aquella pelea me pasaba en cual kilos del peso. El jueves me lo t sin probar bocado y sin bebi pero no bastaba. Como siemp me había tomado unos cuant Seguril para orinar a todas hor: pero aquella vez n.o bastó ni c eso. Eché mano del Minilip, un ir dicamento adelgazante muy fuei que es incompatible con cualqu: otro. Seguramente me bebe¡ algo poco antes del combate".

Cuando saltó a la. lona iba cieí Muchas veces ha vuelto sob aquel combate a lo largo de est diez años porque fue su perdick Mariano Gascón no le debía hat durado más allá, de dos asalu No encajaba naday además Bli co siempre había sido de la opini, de que los combates hay que ac barlos por la vía rápida: 'Cuan menos duran, menos te cansa, decía a las chicas que le esperabi amorosas a la salida de los vestu rios, recién peinado, fresco.

Pero aquella noche solamer oyó sonar la campana y se le h~ una vela ante los ojos. "Cuano me daba Gascón yo respondíi En uno de los contragolpes, G2 cón mordió el polvo y Blasco se i tiró al rincón contrario. Tras el 1 gundos fuera Blasco interrogó preparador:

-¿Por qué asalto vamos?.~ Juan Clemente musitó al oído:

-Es el tercero.

-Ya lo sé, respondió incoh rentemente Blasco.

Es lo único que alcanza a rece dar de aquella noche, "la del aco dente", como la denomina fr cuentemente al relatarla a sus an gos de siempre o a sus oyent~ ocasionales.El punto inás bajoEl 27 de febrero de 1981 millon, de españoles se manifestaban Blascopor un instante y se asor bra de que alguien pueda ignor las glorias de quien fuera campe! de Europa de los plumas.

-Me pegué un chupinazo, buen chute de caballo aquella ta de a la salud de la que me trajo.

No era más que un gesto porel Blasco nunca ha estado enganch

La vida, golpe a golpe

do de la heroína y se ha contentado con algún que otro porro y los whiskies de cada día. Era un gesto en el punto más bajo de su vida. "Estaba dispuesto a cualquier cosa, hasta me ofrecí a tíos de pasta con mucho morbo para hacer la ruleta rusa, pero aquello no llegó a cuajar por culpa del dinero, porque eso cuesta mucha pasta".Desde días atrás había perdido su fuente de ingresos más saneada: las mujeres. Pero esa es otra historía.

Una historia que comienza un día a los diecisiete años, cuando recién licenciado paseaba por la calle Robadors, en medio del trasiego del Barrio Chino barcelonés. "Conocí una chica y se encaprichó de mí porque, modestia aparte, yo era guapo. Me lo hizo gratis y me dijo que fuera a esperarla a las tres de la noche, cuando acababa. Como yo no tenía un duro, me dió mil pesetas para que hiciera tiempo".

Marisol fue la primera. Duró poco, tal vez un mes y medio, porque entre el fárrago de imágenes de mujeres su imagen se confunde con la de las otras muchas que le siguieron. Pero fue importante: "Ahí entendí yo que había algo en el mundo que no funcionaba cuando se podía sacar lo mismo por esperar un rato que madrugando quince días y trabajando como un negro hasta diez horas."

Blasco dormía hasta tarde, bigardeaba aquí y allá hasta que llegaba la hora en que Marisol comenzaba su jornada y volvía a vaguear hasta que daban las tres de la noche y pasaba a recogerla en su acera de costumbre. Con tanto tiempo de píngo, Blasco pudo recordar la última recomendación de Simón, el organizador de las veladas boxísticas en Figueres, antes de salir para siempre de casa de sus padres y cuando aún se dedicaba a corretear por el pueblo y a "hacerse" algún que otro autocar de turistas con su amigo Juan, muerto de sobredosis hace un año.

-Pásate por el gimnasio de Clemente y dale esta tarjeta.

Un chaval macizo

Juan Clemente examinó a Blasco, y le tanteó la musculatura. A los diecisiete años, Blasco era un chaval de estatura media pero macizo, con uno de esos troncos triangulares que buscan sin reposo los culturistas. Lo demás fue coser y cantar. Debutó en julio del 65 en el Price barcelonés, escenario de su principio y su final prematuro, de telonero. Ganaba quinientas pesetas por combate, la mitad de lo que sacaba con una espera de la Marisol de turno, pero no era eso lo que importaba.

-Empezaba a ser conocido y a la salida de cada pelea cinco o seis chavalas me esperaban para pedirme un autógrafo. Yo sabía que eso no era más que un pretexto para que yo eligiese la mejor para esa noche.

Blasco, aún lo recuerdan los directivos de la Federación Catalana de Boxeo, hubiera podido ser lo que hubiese querido. "Campeón de Europa de los superligeros", aventura Fernando Perotti, presidente del Colegio Nacional de Arbitros de Boxeo. "Campeón del Mundo", afirma seguro el propio Blasco.

-Me faltó disciplina, me faltó tener un hombre que hiciese conmigo lo que hacía Bamala con Paperito.

-¿Que no conoces a Paperito?. ¿Pues dónde has estado tú estos años?- se asombra Blasco.

-Lo que hacía Bamala con Papepito era tenerlo controlado día y noche, tenerlo en su casa. Bamala me prometió que me llevaría él cuando debutara de profesional, pero del dicho al hecho... El caso es que, lo que son las cosas, yo que debuté el mismo día que Paperito, lo tuve que hacer por mi cuenta y, sin embargo, cuando peleamos lo desparramé cinco veces y le gané de calle.

- Un padre hubiese necesitado yo, el padre que no supo ser el brigada del Ejército que me dió el apellido,

El accidente lo cambió todo y los años que siguieron se pierden en el vértigo o quedan teñidos de la pátina color sepia de las fotos conservadas en la cartera y exhibidas entre copa y copa. Chavalas de la calle Robadors, prostitutas de Escudillers, un matrimonio con María Rosa y un hijo que ya tiene más de diez años. En medio, profesiones como feriante en Mallorca, regente de un puticlub, camello, una tentativa frustrada de reaproximación cuando aquel cuerpo que las enamoraba lejos de los 63 kilos de la pesada de los superligeros se había convertido en un saco de grasa de 90 kilogramos.

Cuando no eres nadie

A finales de 1980 a Blasco le ocurrió lo impensable, lo único que no entraba en los planes del atleta, le abandonó una mujer.

-El nombre no quiero ni recordarlo. Desde entonces reniego de todas las mujeres. Esta se fue por la cara, sin decir ni mu.

Buscó trabajo, hizo unas cuantas chapuzas y una rotura del pie le obligó a refugiarse en casa de unos amigos mientras convalecía. Recorría la calle Puerta Nueva con las muletas a rastras, frecuentando los mismos garitos, acumulando deudas hasta que su amigo le abandonó también.

-Murió sin más, de cirrosis. Es que bebía una cosa mala. De buena mañana se metía al cuerpo una botella de Terry.

José Antonio Blasco, se acercaba su hora, no buscó muy lejos: alquiló una habitación en una pensión de la misma calle donde se arrastra la última parte de su vida. Es un cuchitril infecto, un tugurio en el segundo piso de un portal largo y negro como la muerte. Las paredes están empapeladas con flores anaranjadas. Un bidé y una cama metálica acaparan el espacio miserable. Un loro enfermo y silencioso es el único habitante que queda en ella.

"Era un buen chico y yo nunca tuve queja", dice la patrona que vende mugre a 250 pesetas la jornada.

-A qué se iba a dedicar. A manganterías, como toda la gente que circula por aquí. Pero éste tenía buen corazón y el único roce que tuve con él fue porque una noche se encontró durmiendo en el portal a una gitana y su hijo que yo había echado, porque no me pagaban hacía meses. Este chico les dijo que subieran, les dejó su habitación y se marchó a la calle.

Aquella noche, José Antonio Blasco asegura que se marchó a pasear, como otras noches, hasta que dieron las ocho y la gitana dejó libre el agujero. Era ya hace pocos meses, cuando había dejado su último trabajo en la barra de un bar a cuatro mil pesetas la semana, sin seguridad social.

-No he encontrado trabajo, aunque yo sé francés y un poco de inglés, tengo conocimientos de contabilidad y carné de conducir. Así que tuve que dedicarme a hacer algo que hasta me da vergüenza contar....

Blasco baja la cabeza y con rubor explica que limosneaba en las calles entre los coches, colgando banderas a los transeúntes, pidiendo "para los parados".

El 12 de julio de este año fue seguido de una noche de calor sofocante. José Antonio Blasco Planes había llegado a una situación límite.

-Debía cantidad de dinero en la pensión, en el bar donde bebía y en el bar donde comía. Ya no me fiaba nadie.

A pie marchó hasta las puertas de una clínica como la que atravesó tres días después de su accidente. A pocos metros de la clínica, én la misma acera, hay una comisaría; frente a una y otra, una gasolinera con tubos fluorescentes y un solo empleado nocturno.

"José Antonio Blasco atracó", hablan ya las diligencias policiales, "una gasolinera sita en paseo Maragall y sustrajo doscientas mil pesetas de la caja, sin más arma que una pistola de plástico. Propinó uno o dos golpes al empleado de turno en las zonas adecuadas y éste quedó inconsciente".

A los cuatro días, una vez zanjadas todas sus deudas, Blasco ya no tenía mas que cinco mil pesetas.

Un mes después, las circunstancias se reprodujeron y Blasco recreó a foro desierto, sin sentir el jaleo del público, su asalto en el mismo escenario. Fue un día también veraniego y de luna cegadora, absoluta, como los focos del ring. José Antonio Blasco ascendió con paso entero desde el detritus urbano hasta la zona alta de la ciudad. Llevaba en el bolsillo una pistola de plástico con el cañón roto y una culata inmensa, absurda. Se encaminó hacia el empleado y le mostró de tapadillo, la culata del revólver, como si le ofreciera mercancía contrabandeada.

Después, dijo una de las verdades más redondas que haya pronunciado en su vida repleta de renuncios:

-No quiero matarte.

El empleado empezó a temblar y José Antonio Blasco volvió a ser Blasco ante la misma clínica en que dejó de serlo. Con un amago en la mirada hizo ladear un ápice la cabeza del contrincante, lo justo para colocarla de suerte que su puño rotundo saliera de atrás y aterrizara en plena mandíbula.

Cuando, hace unos días, la policía llamó a la puerta de su habitación de Puerta Nueva, Blasco no opuso resistencia. Se calzó y recogió solamente las dos fotos de su combate con Rodolfo Sánchez, precisamente su única derrota como profesional. Era un buen chico.

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