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El Papa, en el infierno

Hay muchos motivos para preguntarse qué raros designios de Dios inspiraron al papa Juan Pablo II la determinación imprevisible de visitar el infierno de la América Central. El mismo día de su llegada a Costa Rica estaban enterrando en Managua a diecisiete milicianos adolescentes abatidos por bandas somocistas que penetraron en Nicaragua desde Honduras, y seis guatemaltecos eran fusilados por el régimen militar de su país, presidido por un general fanático que oficia como sumo sacerdote de una secta religiosa que nada tiene que ver con la Iglesia católica; en menos de un año, el régimen de este ayatollah de grueso calibre ha dado muerte a más de 10.000 indígenas en el genocidio más barato de estos tiempos en nuestra América; sin embargo, tal vez el país donde resultaba más embarazosa la visita del Papa era la República de El Salvador, en cuya capital fue asesinado, en un acto con muy pocos antecedentes, nada menos que el arzobispo primado, en el altar mayor de la catedral y en el instante de la elevación.Sin embargo, hasta donde se supo, no fue con El Salvador ni con Guatemala con los que el Vaticano tuvo más reticencias para la visita del pontífice máximo, sino con un tercer país, Nicaragua, cuyo Gobierno no ha matado a nadie y cuenta además con la colaboración activa de sacerdotes católicos en niveles muy elevados y con el apoyo del clero popular. No obstante, la presencia de sacerdotes en el Gobierno fue el principal obstáculo en las largas negociaciones secretas que precedieron y que, por fin, hicieron posible la visita. La decisión original del Vaticano era que el Papa fuera a Nicaragua sólo como jefe espiritual de la Iglesia, sin tomar en cuenta para nada a las autoridades terrenales. Estas, con toda razón, se permitieron recordar a los emisarios papales que Juan Pablo II es el gobernante máximo de un Estado con el cual Nicaragua no sólo mantiene relaciones diplomáticas, sino que son relaciones muy buenas. No lo son tanto, en cambio, las del Gobierno con la jerarquía eclesiástica, a causa de la colaboración de sacerdotes católicos en el proceso de transformación social que se lleva a cabo en el país. La pretensión del Vaticano, ya en el último caso, era que estos sacerdotes no estuvieran presentes a la. llegada de¡ Papa, para que no tuviera que saludarles, y con ellos al que ocupa nada menos que el cargo de canciller -el padre Manuel d'Escoto-. No había ningún problema, porque aquél debería estar en la Conferencia de los No Alineados de Nueva Delhi; pero los otros estarían allí, con todo su derecho. El Vaticano terminó por aceptar que la visita fuera oficial y no sólo pastoral, y el Gobierno de Nicaragua fue tan estricto en sus reglas de cortesía que el comandante Daniel Ortega, miembro de la Junta de Gobierno, había de llegar tarde a la reunión de Nueva Delhi para estar presente en Managua a la llegada del sumo pontífice.

Estos tejemanejes, cuyos propósitos políticos eran inocultables, obligaban a preguntarse, por consiguiente, qué raros designios de Dios determinaron esta visita; no parecía probable que los informadores del Papa fueran los mejores con respecto al drama de América Central, una tierra tan distante del Vaticano que uno tiene derecho a preguntarse si Juan Pablo II sabía con precisión sobre cuál de los dos océanos estaban las costas de Honduras; una pregunta que, por lo demás, estoy seguro de que muy pocos lectores de esta nota se atreverían a contestar sin vacilación. Cuando el papa Juan Pablo II me hizo el inmenso favor de recibirme en audiencia privada pocos meses después de su elección, me causó una agradable y muy grata impresión, de la cual he hablado mucho en cuantas oportunidades he tenido. Había una rara contradicción entre su fortaleza física, su estructura de atleta, y el calor humano, casi tierno, de sus buenas maneras. Pero algo más me llamó la atención, y fue un cierto y comprensible condicionamiento mental que le impedía entender una situación de cual quier parte del mundo si no la relacionaba con la de Europa del Este; de acuerdo con el propósito de mi visita, le hice una exposición muy breve sobre la situación de los presos y desaparecidos políticos en Argentina, que era lo que causaba mayor preocupación en aquel momento. El Papa expresó su estupor con una frase: "¡Qué horror, es como en la Europa del Este!". Fui capaz de imaginarme en aquel momen to que el Papa no lo creía tanto como lo decía, sino que alguien le había preparado para mi visita y tal vez le había dicho, con el simplismo de ciertos curas de las viejas novelas españolas, que yo era un comunista de los que comen niños crudos, algo que nunca he sido ni seré, entre otras cosas porque no corresponde ni a mi concepción de la vida ni a mi formación ni a mi carácter; pero era probable que alguien se lo hubiera dicho al Papa para que no fuera a decirme algo comprometedor, y al buen pastor no se le había ocurrido nada más que defenderse con un latiguillo invencible: "Es como en la Europa del Este". Yo no estaba ahí, por su puesto, para entablar con el sumo pontífice una polémica sobre las analogías y diferencias entre el Oriente y el Occidente, sino para tratar de que nos ayudara a encontrar a los desaparecidos del Sur, pero tuve razones para preocuparme por lo que iba a hacer en su inminente visita a México, que sería la primera de su mandato. La jerarquía eclesiástica de México no se distingue por su mentalidad progresista, y no era probable que sus informaciones le permitieran al Papa colocarse del lado de los justos en su primer viaje a las Américas. Así debió ser, en efecto, porque hubo una diferencia muy grande entre el discurso que pronunció el Papa con motivo de su llegada y el que pronunció después de que vio con sus propios ojos la miseria de ciertas provincias mexicanas, cuya gravedad, dígase lo que se diga, no admitía comparaciones con la pobreza indudable de algunos sectores de la Europa del Este. Cuando visitó más tarde Brasil, en cambio, Juan Pablo II se comportó como un buen pastor, bien informado sobre la realidad gracias a la sensibilidad social de los obispos brasileños influyentes, entre ellos don Helder Cámara, desde luego, y don Paulo Evaristo Arns, cardenal de Sáo Paulo. Ojalá que el mismo Dios que ha querido que el Papa baje ahora a los infiernos de América Central haya querido que sus informadores hayan sido más justos.

Copyright 1983 Gabriel García Márquez-ACI.

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