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Ser pelota

Comienza Brenan uno de sus libros recordando la característica tan española de establecer antes una relación personal que una relación mediada, social. Desde un punto de vista tradicionalmente político, dicha actitud se podría interpretar como incapacidad para adaptarse a estructuras modernas en beneficio de los contactos cercanos, pueblerinos y comunitarios. Desde un punto de vista menos estrecho, se podría interpretar como la capacidad de dotar a cualquier relación de su elemento de cercanía humana y de desconfianza por lo abstracto.Esta actitud, sin embargo, no es la del pelota. Y si tiene alguna conexión, lo es por degeneración. Porque el pelota es algo más. Añade unas propiedades que, fenómeno inquietante, lo convierten en una categoría política que, autónoma, ejerce con enorme eficacia y conforma toda una categoría social. Porque pelotas (me ahorro, desde luego, definición alguna, ya que quien no conozca a un pelota no vive entre nosotros) los hay de derechas, de izquierda y de centro. Todo lo invaden y por todas partes sacan -esconden- la cabeza.

Más difícil que señalarlos es estimar su especificidad social, su momento político, su valor de síntoma en la colectividad. Porque el pelota no es ni un enchufado, ni un zalamero, ni un simple pedigüeño. El primero se comporta según lo que -acordémonos de Brenan- es el mejor medio para lograr, con suficiente rapidez, unos bienes a los que cree tener derecho. El zalamero, por su parte, es tal vez un residuo de las miserias de las clases más explotadas, que usan como arma comercial el juego de la vanidad para engañar así al poderoso. Y el pedigüeño puede ser un puro mendigo, un mendigo disimulado o, simplemente, alguien con más cara de la habitual. El pelota, repitámoslo, es algo más. Y es que éste, corrosivo o dulzón, ejecutivo o en afectada dejadez, se va pareciendo -¡quién lo diría!- a un mandarín, a un sacerdote o incluso a un legislador.

El pelota, lo insinuamos ya, puede presentarse con una ideología progresista, de servicio a los demás, de amistad oportuna ante la cual renuncia a sus propios talentos, de agilidad en los cambios del movimiento sociopolítico, de avidez por las cosas nuevas, de cinismo esclarecido o de libertinaje simpático. Pelotas se ven con tal fachada de iconoclastas, de risa que a nadie ni a nada perdona (semejantes a los maestros bufones, que mezclaban la ironía y el cinismo en dosis muy bien calculadas), que todo se les ha de perdonar, todo se les ha de escuchar. Da la impresión de que son la sal de las cosas, de que sin ellos el país permanecería inmóvil. Atentos a lo que sucede (su curiosidad y disponibilidad se parece a la del fiel subordinado que da puntual cuenta de las esquelas al director o tiene dispuestas las entradas de un espectáculo con el que el jefe no había soñado), su servicio se va haciendo imprescindible en una clase política o intelectual demasiado atareada en sus quehaceres.

Para estos heráclitos de café, sus amigos de verdad son sus je-

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Ser pelota

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fes y los que les dan de comer o les pagan sus whiskies. Su habilidad suprema consiste en reducir a broma la malaconciencia de los señoritos, en ofrecer justificaciones imposibles revestidas de originalísima crítica. Siempre serán el alfil de quien mande, siempre estarán, con la pirueta del descaro, con quien los mantenga. El pelota, en realidad, no es ni un sofista ni un innovador; tiende mas bien a ser un cobarde que se achica ante la verdad (sea esta la que sea); tiende a ser igualmente un ignorante que, alardeando de informado, desconoce que la cultura exige, más que un repertorio de nombres, un cambio que es, de verdad, un cambio moral.

Naturalmente, el pelota no es un personaje accidental. Surge en una determinada circunstancia y es, a su vez, una importante circunstancia del poder concreto. El vacío que va dejando la política lo ocupa, a toda prisa, el pelota. De ahí que proliferen como hongos, y puesto que no es previsible que formen un club de tales, no estará de más tensar las antenas para que no pasen inadvertidos. Entre copa y copa o colocándose en los eslabones perdidos, el pelota ejerce de asesor, de informador (el pelota siempre está a un paso de ser un chivato) y de estabilizador (nueva profesión a remunerar). Con fingida distancia, no deja de adular, en un guiño entre satírico y comprensivo, a quien le da alguna prebenda. Con el que, en suma, está a gusto, a quien presta su agenda o el chisme envenenado, es a aquel que le saca la cabeza, al que puede más que él. Lejos de la mejor de las Españas, sus faldas son las de aquellos a los que, a falta de cerebro, les sobra autoridad.

Aquí acaba, de momento, mi historia del pelota. Es de temer que en el futuro nuestro presente tenga que escribirse a través de ellos, contándolos entre las funciones más relevantes. Es quizá la marca y el signo de los tiempos. Todo el resto comienza a ser, desgraciadamente, marginal.

Difícilmente le pasará por la cabeza al pelota neoconservador que su importancia es tan abultada. Él no aspira a tanto, y el poder, tampoco.

¿Qué ha sido de los grandes temas? ¿Qué ha sido -y es un ejemplo- de la revolución? Decía Foucault que "el problema que hoy se plantea es el de si la revolución es deseable". Pregunta grave que el pelota ha resuelto ya: sólo el planteamiento es indeseable para él. Feo por excelencia, toma por superficialidad la claridad. Entretanto, se acuna en la democracia a su medida. Mientras tanto, le servirán un whisky más.

El pelota, en fin, no llega a Pilatos, no se pregunta por la verdad. La tiene dada. El pelota es un fantasma que recorre España y que, en su pobre humanidad, contagia el organismo social, extiende su mezquindad y aterciopela la necedad. Arduo remedio tiene tal mal. Porque, parafraseando a Schiller: frente a los tontos (a los pelotas, digo yo), hasta los esfuerzos de los dioses son vanos.

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