La copa envenenada
La serie Falcon Crest y el origen político de Reagan han puesto de moda en España el tema de California. El orden con que lo he dicho no es error de protocolo: así es como funciona para la mayoría de la gente, y para que haya más relación, el espacio televisivo cuenta como protagonista malvado a la primera esposa del presidente de Estados Unidos. La historia se ofrece en un ambiente que conocíamos poco: el de los viñedos californianos.La sorpresa ha sido general no sólo para los españoles, sino para los mismos norteamericanos, que han descubierto que en su patria había unos caldos que ya no desmerecían de los del Viejo Continente, y que incluso -lo que debió provocar más de un infarto en la Gironda y en Borgoña- habían alcanzado, frente a un jurado francés, el primer premio de vinos concedido a uno procedente del Napa Valley por encima de los productos europeos tradicionales. Lo descubrí hace años en Jerez de la Frontera hablando con Ramón Guerrero, yerno de Pemán y bodeguero. Yo acababa de regresar de un curso dado en una universidad californiana, y ante un fino que me ofrecía Ramón comentaba con ironía el brebaje que con el nombre de jerez local se habían empeñado en ofrecerme en Los Ángeles. "No te rías demasiado", me advirtió mi anfitrión, "porque un día lo harán tan bueno como el nuestro. ¿Ves todos esos viñedos? Pues son de allí, o al menos de allí proceden sus padres". Ante mi asombro me explicó que, con ocasión de la filoxera que acabó con las cepas andaluzas a fines del siglo XIX, trajeron vides de California; es decir, que aquellas plantadas por los españoles en el siglo XVI regresaban con su sangre nueva a vigorizar las plantas exhaustas, como el nieto ya hombre ayuda al abuelo que se sacrificó para verle crecer. Me di cuenta entonces de que los norteamericanos, si querían, podían tener tan buen vino como nosotros. Y lo han tenido. Aunque, naturalmente, se trate de una mínima parte de su producción, que, en términos generales, está todavía por debajo en sabor y calidad de la europea.
Pero el camino de la costumbre ha sido mucho más arduo que el técnico. Cuando yo llegué a Estados Unidos por vez primera, en 1950, nadie ofrecía vino en las casas particulares ni en los restaurantes corrientes. Se decía al hablar de una gran fiesta: "Comimos muy bien, ¡hasta bebimos vino!". No sólo no era habitual beberlo, sino que incluso podía estar mal visto. Estando yo de profesor en Stanford, una colega me recomendó que por favor no llevara vino a mi despacho de la universidad para tomarlo con mi bocadillo de mediodía. Lo que yo consideraba complemento imprescindible resultaba para aquella sociedad un vicio horrible, porque ese olor les recordaba al wino, el vagabundo que agarrado a un botellón de vino malo es estampa repetida de los rincones en las grandes urbes, versión modesta del alcohólico de los bares elegantes. (Incluso para embriagarse hay clases.)
En aquel tiempo lo que se ofrecía normal e incluso obligatoriamente (las invitaciones lo advertían) era un martini como aperitivo y quizá un whisky después; durante la comida uno no tenía ante sí más que un triste vaso de agua. En las casas modestas, la bebida alcohólica de antes y después era la cerveza.
Eso fue cambiando a medida que los viajeros norteamericanos volvían de Europa elogiando la civilizada costumbre de compartir el rojizo líquido con la conversación y el manjar, y la avispada industria estadounidense hizo lo demás con su propaganda. Ha desaparecido ya en EE UU la obligación de beber vino extranjero. "Imported" era una especie de contraseña que, dada al sommelier, significaba que el anfitrión era hombre viajado y buen conocedor de las normas. El nombre tenía tal carga que sobrevino el chiste contrario. Una señorita norteamericana recién llegada de París sorprendió a todos los comensales de su mesa cuando pidió que le sirvieran un vino californiano. "¿En París?", preguntó alguien asombrado.
Hoy, sin llegar al esnobismo contrario, el vino californiano se ha impuesto en todo Estados Unidos, ayudado además por la propaganda de la Casa Blanca. Pero local o extranjero, lo que no existe ya es una sola casa norteamericana en que no se destape una botella de vino cuando llega el invitado. Claro que si juzgamos por los personajes de Falcon Crest, el que ese vino sea más o menos agrio no dependerá tanto del tiempo que ha hecho, sino de las mejores o peores intenciones del cosechero hacia ese particular invitado.
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