'Chulear' a los modernos
La autora del artículo, traductora, arremete contra el escritor José María Guelbenzu a raíz del artículo de éste titulado ¿Chulear a los clásicos? En él, Guelbenzu aprovechaba el reciente conocimiento público de las dificultades económicas de Gabriel Celaya y Alfonso Grosso para criticar "la roma actitud de bastantes escritores ante estos y otros problemas relacionados con su profesión".
La lengua traicionó al escritor y éditor (a la inglesa, con acento en la e) José María Guelbenzu -EL PAÍS, 3 de abril de 1990- cuando arremetía contra los escritores que, con su roma actitud, se constituyen en funcionarios y sindicalistas en lugar de puros moradores de una torre de marfil; Guelbenzu proclamaba en voz muy alta -y en la página reina de EL PAIS, el recuadro de Opinión- su vergüenza si se viera obligado a "chulear a los clásicos" para poder vivir. Porque chulear, en su primera acepción (según uno de mis amados diccionarlos, el Martín Alonso, al que me precipité para cotejar mi hipótesis), es, desde los siglos XVIII al XX, "zumbar o burlar a uno con gracia y chiste". Y en el artículo citado no veía yo la zumba, gracia o chiste por ninguna parte y sí una serie de falacias que me gustaría aclarar.Buceando más a fondo en las acepciones que me brindaba mi diccionario, llegué a la que, sin duda, fundamentaba el uso de Guelbenzu, la 11ª. "En Andalucía, el que vive a expensas de una mujer". Si sustituimos a la mujer por doña Literatura, quizá pudiera convenimos; aunque también me quedé con la duda de si chulear, y no referido ya ahora al título sino a la beligerancia de José María Guelbenzu, remitiría a otra acepción, también andaluza aunque esta vez taurina: "Torear de capa un peón". Me curo en salud, no entiendo nada de toros, pero deduzco que cuando el peón torea de capa no es porque el espada no quiera dar la cara con el astado, sino para permitir que el subalterno se luzca. Y Guelbenzu, en efecto, se ha lucido, aunque me temo que toreando fuera de cacho.
Siguiendo con mis investigaciones en el Martín Alonso, y sin volver la página, acabé cayendo en otro vocablo, chulada, que, como el palito del que habla el autor de ¿Chulear a los clásicos?, removió en mi interior aguas cenagosas; tras el primer enturbiamiento de las aguas -no quiero referirme al mal olor al que alude José María- apareció una escena no muy lejana, del 22 de octubre de 1985, día en el cual tuve una entrevista con un editor hoy desaparecido y su entonces director literario, José María Guelbenzu; la voz cantante no la llevó José María pero él se sumó con sus gorgoritos y me hizo objeto de una chulada o "acción indecorosa, propia de gente de mala crianza o ruin condición" (Diccionario de la Academia de 1726): robarme mis derechos de autor de un libro que por aquel entonces acababan de cambiar, sin mi permiso, de colección. La barrabasada se remedió luego, transcurridos unos años, ya con la ley de Propiedad Intelectual (LPI) en vigor y tras la salida de Guelbenzu de la editorial; y se solucionó, todo hay que decirlo, gracias a la intervención de un cumplido y veterano editor (corolario: no todos los editores son el coco; yo, que llevo muchos años batallando por los derechos de autor del traductor, he tenido mis rifirrafes con más de uno, aunque me precio de contar con más amigos que enemigos entre ellos).
Ir al grano
Pero vayamos al grano, dejándonos de cuestiones personales que podrían enturbiar ulterior mente las aguas. Lo que tanto escandaliza a Guelbenzu -"las quejas del funcionariado literario"- se llama, mundo adelante, dominio público de pago, y está en vigor en países cuyos habitantes se atavían con modernas gabardinas o abrigos de última moda -Italia, por ejemplo- y han arrumbado hace tiempo el guardapolvo. Los fondos procedentes del dominio público de pago -y de otro invento igualmente difundido en toda Europa, el canon de préstamo público en bibliotecas- permiten a las asociaciones de escritores, que tanta grima le dan a Guelbenzu, paliar situaciones como las que recientemente atravesaron Gabriel Celaya y Alfonso Grosso, con eficacia y sin alharacas, devolviendo así de forma digna a unos creadores una mínima parte de cuanto han aportado con sus escritos a la sociedad.
Como argumento en contra, el articulista esgrime que el aprovechamiento -exclusivo, hasta hoy- por parte de los editores de la facilidad de no pagar ningún tipo de derecho por las obras que han caído ya en dominio público es una falacia, pues tal "dominio público es un bien para el autor porque multiplica las posibilidades de ser leído en el tiempo, de estar en los catálogos de los editores". Niego la mayor: no creo que en el más allá un escritor olvidado en vida pueda frotarse las manos, encantado al ver que cualquiera de las editoriales donde ha trabajado, trabaja o trabajará José María Guelbenzu le beneficie publicándole un libro. Es mi palabra contra la suya, conque decidan ustedes Pero echemos cuentas, aunque sean las de la vieja: una ojeada al catálogo de Alianza Editorial de 1989 me dio este resultado: de los 1.768 autores recogidos, sólo 170 eran de dominio público admitamos que se me escaparan siete, ¡y así llegamos al l0%! ¡No parece como para tumbar de espaldas! Por lo demás, entre los beneficiados se encuentran bastantes paganos y algún hereje excomulgado, y no sé yo si desde el empíreo o el infierno podrán regocijarse con el bien que hoy se les hace.
Palabra fea
Guelbenzu enumera tres "reivindicaciones" -¡qué palabra más fea!- y ya empieza errando en la primera. Da como entrada en el dominio público 50 años, cuando una simple lectura de la ley de Propiedad Intelectual (Ley 22/1987, de 11 de diciembre de 1987) le informa ría de que "los derechos de explotación de la obra durarán toda la vida del autor y 60 año después de su muerte". Por muy romos que seamos los autores reivindicar 10 años menos de lo que la ley nos otorga sería de cretinos. No entro en la polémica de la duración de los derechos, que desarrollamos ante de la LPI. Ésta recortó en 20 años la duración de la legislación anterior, pero nos aportó otras cosas: un control de tirada, que, aunque tímido y bastante enredoso, empieza ya a dar sus frutos; un canon de reprografía que nos beneficiará de veras en el futuro, etcétera.
Al dominio público de pago concierne la tercera reivindicación (la segunda no es tal: simple ex abundantia cordis). Éste, en vigor en algunos países desde hace más de 50 años -Uruguay desde 1938-, es tema que está en la cresta de la ola en los últimos 10 años. Una autoridad en la materia, Adolf Dietz (El derecho de autor en la CEE), recomienda "una reglamentación del dominio público de pago no afectada por un plazo. [ ... 1 El producto del pago por el dominio público o canon cultura] debería orientarse hacia las cajas de previsión y ayuda, instituciones sociales de los autores y de sus organizaciones profesionales, a través de las sociedades de autores. Esta solución constituiría la expresión tangible de la dimensión social del derecho de autor".
Llueve sobre mojado. Hace más de un año Guelbenzu publicó en La Vanguardia un artículo demagógico en el cual ponía el grito en el cielo sobre el derecho de autor de los traductores. Está visto que al novelista le inquieta el ú en todas sus manifestaciones. Por fortuna., su voz clamó el el desierto. Meses después, la Federación de Gremios de Editores de España y la Asociación Colegial de Escritores -en la que estamos incluidos los traductores- firmamos un contrato-tipo satisfactorio para ambas partes. Y nos dimos grandes abrazos con Federico Ibáñez y Pere Vicens, que marcaban el feliz desenlace de una negociación no exenta de tensiones. Pelillos a la mar, pues, y hasta el próximo artículo de Guelbenzu -quedan muchas argumentaciones en el tintero-, a quien deseo gran contentamiento en el reino de los cielos viendo cómo se publican sus novelas sin pagar derechos.
Babelia
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