De Mágico a Kiko
Por una de esas raras conjunciones astrales, dos sucesos idénticos coincidían en la constelación del deporte: mientras Erwin Magic Johnson gobernaba los Lakers con su mando a distancia, su tocayo Mágico González se concentraba en las tortillas de camarones y, din-don, metía alguno de aquellos pases de gol que dejaban un surco en la Bahía de Cádiz. Quiere decirse que entonces, cuando el joven Michael Jordan estaba aprendiendo a volar, Magic, a quien ya apodaban El Señor de los Anillos, tenía, modestia aparte, un alma gemela que interpretaba el juego a su manera en un remoto equipo de fútbol. Los hechos se sucedían así : el jueves se alimentaba de huevas de merluza y cazón en adobo en la Venta Los Tarantos , el viernes contaba estrellas fugaces en la playa de Valdelagrana y el domingo jugaba por soleares en el estadio Ramón de Carranza. Aquel Mágico era un tipo muy particular. A decir verdad, su leyenda se disparó justo el día en que tuvo que jugar un memorable partido contra el Atlético de Madrid en el estadio Vicente Calderón. Testigos presenciales cuentan que, finalizado el descanso, mientras sus compañeros formaban para iniciar el segundo tiempo, uno de ellos creyó descubrir en su propio equipo una sospechosa distancia entre líneas, así que decidió repasar la alineación, jugador por jugador . Allí estaba el misterio: no eran diez, sino nueve. Faltaba Mágico. Luego los acontecimientos se precipitaron: alarmado por la ausencia del talismán del equipo, volvió al vestuario y allí se lo encontró completamente inmóvil. Cual no sería su estado de nervios que se había quedado dormido como un tronco sobre la camilla de masaje. La verdad es que Mágico siempre tuvo una soñolienta expresión de trasnochador, pero en aquel momento se concedía mucho crédito a los deportistas crepusculares, así que sus seguidores le aceptaban sin reservas. A eso de la medianoche, algunos de sus camaradas le veían apoyarse sobre la barra del bar, ensimismado frente a un cubata como un viejo palmero perdido en los confines de la madrugada. Si alguien pretendía darle conversación, siempre intervenía algún buen amigo para impedirlo. -No le molestes, hombre: ¿no ves que se está entrenando?
Nadie supo de donde sacaba la magia aquel González tan especial, y quienes se preocuparon de investigar el enigma sólo llegaron a una conclusión : puesto que no estaba en ningún catálogo y puesto que José Monje El Camarón vivía dos manzanas más allá, su juego sería una especie de eco musical. Más tarde, el día en que desapareció, todos se dijeron que los dioses sólo habían cometido un error imperdonable con él : vivía en la modernidad, pero, imbuido de su delgadez, era uno de esos inconfundibles deportistas de posguerra.
Por fortuna decidieron reparar el daño: poco después, procedente de Jerez de la Frontera, llegaba al fútbol un nuevo jugador irrepetible, pero intemporal. Al contrario que Mágico, él, tan ajeno a los futbolistas de factoría, estaba preparado para competir con los rivales más duros en el más exigente de los campeonatos. Ahora se llamaba Kiko.
Y pronto empezamos a disfrutar de su juego, y hoy, malditos tendones, echamos de menos sus dejadas diabólicas, sus giros por sorpresa y sus goles aflamencados. Pero sabemos que reaparecerá, y que si un día los burócratas del músculo consiguen secuestrar el fútbol, él controlará de tacón y nos lo devolverá una vez más sano y salvo.
No tardes, Kiko.
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