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Petróleo en la Casa Blanca

El problema del presidente Bush para convencer a los europeos de que Irak cuenta con armas de destrucción masiva altamente peligrosas es que no puede recurrir sin incomodidad al único argumento irrebatible: 'Nos consta que es así: nosotros se las dimos durante la guerra contra Irán'. Pero aun así, le está siendo muy difícil convencer a nadie de que es imprescindible una guerra para eliminar el riesgo de que Sadam Husein utilice ese armamento. ¿Por qué se ha convertido durante estos meses el ataque a Irak en el punto principal de la política exterior norteamericana, o al menos de su guerra contra el terrorismo?

Por ausencia de ideas, parece ser la terrible respuesta, demasiado sencilla para ser aceptada fácilmente. Tras el éxito en el derrocamiento del régimen talibán, y los primeros pasos en la construcción de un Estado en Afganistán, la Casa Blanca se encontró con que no tenía nada en su agenda que pudiera mantener en la opinión pública el nivel de tensión suscitado por los ataques y el anuncio de la respuesta que iban a encontrar los terroristas. Desaparecidos Omar y Bin Laden, y sin resultados espectaculares en el desmantelamiento de las redes de Al Qaeda en Occidente, Bush tenía que elegir entre dejar que se fueran disipando los recuerdos del 11-S -y que la opinión pública se volcara en los asuntos internos- o encontrar un nuevo motivo de tensión.

Teniendo en cuenta que la situación interna no ofrecía muchos motivos de alegría a causa del derrumbamiento en medio de escándalos de Wall Street, no es sorprendente que en abril el presidente convirtiera el ataque contra Irak en prioridad nacional, haciendo suya la particular obsesión que el subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz, había puesto ya sobre la mesa en la cumbre de seguridad que tuvo lugar en Camp David durante el primer fin de semana tras los ataques de septiembre. Hasta aquí tendríamos un esquema bien conocido: la opinión pública debe ser distraída de los problemas del país, porque el Gobierno no sabe o no quiere darles solución, y la ausencia de ideas conduce a la búsqueda de un enemigo exterior. No se puede negar, desde luego, que el régimen y la personalidad de Sadam Husein le convierten en un perfecto candidato para este papel, sobre todo tras su demostrada habilidad para torear a la ONU durante diez años.

Lo menos que se puede decir, sin embargo, es que el posible ataque a Irak no sólo supondría un peligroso precedente -la adopción como norma de la guerra preventiva-, sino que podría resultar una iniciativa un tanto aventurada. Un iluminado como Wolfowitz puede estar convencido de que el derrocamiento de Sadam Husein tendría un coste asumible y sería el primer paso para la democratización de Oriente Próximo, pero un gobernante prudente no puede ignorar los altos riesgos de que la situación se le vaya de las manos y desemboque en un desastre tanto militar como político: no es casual que los militares profesionales sean quienes menos entusiasmo muestran en Washington ante una intervención en Irak.

Era muy conveniente, por tanto, argumentar las ventajas concretas que se podían esperar del derrocamiento de Husein, y correspondió al ex director de la CIA, James Woolsey, introducir la cuestión del petróleo. Woolsey recordó a los europeos, más dados a objetar la intervención, que el nuevo régimen democrático de Irak deberá renovar o establecer nuevas concesiones a las compañías petrolíferas occidentales, y que los países que no apoyaran el ataque podrían quedar fuera del nuevo reparto del petróleo iraquí. Se puede objetar que tanta franqueza es un poco excesiva, pero gracias a Woolsey nadie puede decir que no sabe de qué va la historia.

Conviene recordar que el pasado mes de julio el Comité de Política de la Defensa, que dirige Richard Perle -maestro de Wolfowitz y poseedor de una reputación de halcón que le ha valido el apodo de Príncipe de las Tinieblas-, discutió un informe sobre la escasa fiabilidad de la dinastía reinante en Arabia Saudí, y el alto riesgo que suponía la excesiva dependencia de las reservas de este país para garantizar las necesidades de suministro de la economía norteamericana. En el cálculo de los sectores más duros de la Administración de Washington pueden parecer aceptables los riesgos que acarrearía la guerra en Irak si a cambio se logra volver a contar de nuevo con las reservas de este país tras doce años de embargo, y además en manos de compañías norteamericanas, como alternativa a las reservas saudíes.

Aunque Bush se dirija a la opinión pública solamente en términos de seguridad nacional o mundial, no es probable que estos razonamientos le sean ajenos a la hora de decidir sobre un posible ataque contra Sadam Husein. El presidente y el vicepresidente tienen una trayectoria propia como empresarios petroleros, singularmente deslucida la de Bush excepto en sus resultados económicos -pues la oportuna venta de sus acciones de Harken, en vísperas de que éstas se vinieran abajo, le dejó considerables beneficios-, y bastante polémica la de Cheney -ya que la empresa que presidía, Halliburton, es objeto de investigaciones de la SEC (la comisión del mercado de valores norteamericano) por sus prácticas contables-, y no hay duda de que son particularmente sensibles a los intereses de las empresas del sector. La sensibilidad, en el caso de Cheney, ha llegado al extremo de negarse en redondo a que se haga público el contenido de sus reuniones con tales empresas durante la preparación del plan energético del Gobierno.

Desde una anticuada perspectiva instrumentalista se podría pensar que Estados Unidos planea una guerra contra Irak porque su Gobierno está en manos de los grandes intereses petrolíferos. Las cosas son probablemente más complejas, y seguramente más desoladoras: las decisiones en Washington parecen estarlas tomando personas procedentes del mundo empresarial -y de las empresas de energía en particular-, ese mundo empresarial que durante el último año ha visto cómo salían a la luz sus trapos sucios y cuya arrogancia frente a los ciudadanos había denunciado el candidato Al Gore en su campaña frente a Bush. Pero como no tienen ideas propias, ni una visión del futuro que desean para el mundo y para su país, están haciendo suyas las fobias de un puñado de funcionarios y académicos, muy brillantes quizá, pero sin duda tan alejados de la prudencia como del sentido común.

Lo que mantiene unidos a políticos sin ideas y académicos chiflados es el olor del petróleo, que para los unos suena a beneficios empresariales y para los otros a gran geopolítica. Pero puede suceder que una crisis demasiado prolongada en el suministro, si la guerra de Irak se le va de las manos a EE UU o el conflicto se complica regionalmente, sea el empujón con el que la economía mundial, tras meses de trastabillar, se despeñe de forma definitiva en la recesión. Ya tuvimos una crisis del petróleo en los años setenta, ya tuvimos un presidente Bush y una guerra de Irak en 1990-91: nunca segundas partes fueron buenas.

Ludolfo Paramio es profesor de investigación en la Unidad de Políticas Comparadas del CSIC.

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