Margaritas, orquídeas y el poder de los genes
Hace unos días, Massimo Piattelli Palmarini presentó magistralmente en Il Corriere un libro muy reciente del científico lingüista norteamericano Steven Pinker, que está suscitando reacciones muy vivas gracias a la generosa vehemencia de sus detractores, que con su polémica le otorgan un relieve quizá superior a sus ya respetables cualidades. Como refiere Piattelli Palmarini en su libro, Pinker subraya el enorme, determinante peso de la 'naturaleza humana' como él la llama, es decir, del legado genético, en la realidad de un individuo, que resulta de esta forma condicionado a priori, a pesar de cualquier noble esfuerzo por mejorarla con la educación, el afecto, la libertad, la cultura, la solidaridad, el progreso social. Contra el libro se han alzado los científicos y estudiosos, convencidos en cambio de que se puede -y por tanto se debe- hacer mucho por ayudar a un individuo a crecer y vivir libremente con dignidad, sin tener que limitarse a soportar pasivamente su ADN.
Aunque la historia influya en la suerte del hombre, no por ello es inútil cuidar a un enfermo o tratar de evitar una guerra
La disputa no es nueva. Pinker parece decir y repetir, sirviéndose de los conocimientos mucho más rigurosos y sofisticados ofrecidos por la genética, lo que ya habían dicho -con ingenuidad y basándose en otros supuestos científicos que hoy puede que nos hagan sonreír, pero con mucha honrada dignidad- muchos científicos positivistas del XIX, cuando hablaron del peso determinante, a veces determinista de la 'naturaleza humana', de la materia de que estamos hechos, sobre nuestra vida. Ratificar la importancia de la 'naturaleza humana' no es en sí mismo escandaloso. El barro del viejo Adán, que nos constituye, no se distingue del aliento divino que lo ha animado; lo que llamamos impropiamente 'cuerpo' y 'espíritu' es una indisoluble unidad psicofísica, que la Biblia llama 'carne' y que no es lo contrario que el 'espíritu', sino una misma cosa, la realidad de un individuo que nada como un pez en el seno materno, juega con un gato, suspende, se enamora, suda, dialoga con su Dios, experimenta la verdad o la humillación, ve sus células multiplicarse en una proliferación destructiva, anima a un equipo de fútbol, se cubre de infamia o de gloria, muere sin entender qué quiere decir realmente esta extraña palabra, muerte.
Las grandes religiones -decía Chesterton, escritor católico- se distinguen de las supersticiones por su robusto materialismo; quien cree que el Verbo se hizo carne sabe que se hizo pura sinapsis de neuronas, con su mecanismo complejo y perecedero. No hay antítesis entre espíritu y materia; el temor y el temblor ante un rostro amado son también reacciones de los vasos sanguíneos y las conexiones nerviosas, fisiología del cuerpo y del alma. Esto no implica ninguna reducción despoetizante de los valores espirituales, sino que es la certeza de que existen en cuanto que se encarnan, que son realidad concreta. No hay que tener miedo del barro de que estamos hechos, con el que, en cambio, cierta cultura de izquierdas, más idealista que marxista, se ha negado a hacer cuentas, creyendo así, con abstracto ideologismo, que puede cambiar más fácilmente el mundo y liberar a los hombres.
Esta 'naturaleza' es nuestro límite, a veces glorioso, pero más a menudo doloroso. Nuestra unidad psicofísica -marcada por las heridas que nos inflige la existencia, pero desde luego también, en gran parte, por la herencia genética- nos pone sobre los hombros alas y pesos que no podemos quitarnos a nuestro gusto como si fueran una mochila. Son los límites, a veces generosos y otras asfixiantes, de nuestra inteligencia, de nuestra salud, de nuestros impulsos, de nuestras capacidades, de nuestros sentimientos; y la fragilidad de la carne -entendida en el citado sentido bíblico- que tan poco puede contra su propia debilidad y su propio perecer.
Los materialistas del siglo XIX -que exasperaban doctrinariamente al determinismo, haciendo de él una metafísica -proclamaban estos límites y estos condicionamientos con una profunda melancolía, que a menudo se trasluce en los nobles rostros paternalmente tristes de muchos de ellos, cuya mirada tras las gafas se parece a la de Chéjov o Freud. A juzgar por el retrato que hace Masimo Piattelli Palmarini, al libro de Pinker parece faltarle esta melancolía, en cuyo lugar parece haber un alegre engreimiento, una alegría yuppy que se adaptaría muy bien a la fotografía suya que aparece en Il Corriere, a ese rostro hermoso, aséptico y radiante con una sonrisa perfecta que le ha transmitido su DNA.
Masimo Piattelli Palmarini ade-
lanta algunas objeciones y refiere las de los adversarios de Pinker, que reivindican la capacidad de la historia, es decir, de la actuación humana, para modificar la naturaleza y subrayan por tanto la libertad del hombre y su posibilidad de no estar del todo condicionado por la herencia genética. Obviamente, no puedo tener ninguna opinión sobre lo que está o no está condicionado por la herencia genética. Pero aunque la historia -la familia, la educación, la sociedad, la cultura, la política- pudiera influir algo en la suerte de un hombre, este poco tendría un valor grandísimo, es más, tanto más grande cuanto más fuerte sea el peso del destino al que se enfrenta. Por otra parte, en cualquier campo podemos hacer muy poco: luchamos contra la guerra sabiendo que siempre habrá guerras; contra las enfermedades, sabiendo que de todas formas sucumbiremos; contra la injusticia, sabiendo que podemos extirparla; pero no por ello es inútil cuidar a un enfermo, impedir matanzas, aliviar miserias y desigualdades. Ninguna refinada educación musical transformará en Mozart a un niño que no tiene el ADN de Mozart, pero nos podemos preguntar qué pasará si un niño con ese ADN nace en un gulag. Lo que la educación, la familia, la historia y la política pueden hacer quizá no sea más que el agua con que se riega una flor. Ese agua no transforma a una margarita en orquídea, pero sin ella la margarita muere. En cambio, si se cuida con cariño, se riega como es debido, se la ayuda a soportar la intemperie, la margarita crece y puede hacerse muy hermosa. Conozco algunas margaritas más bellas que muchas orquídeas...
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