Caprichos goyescos
Ernst Jünger tuvo la suerte (o, según se mire, la desgracia) de ser inusitadamente longevo. Su vida recorre de cabo a rabo el siglo XX e igual que sucedió con Goethe, cuya biografía traza un arco perfecto entre los siglos XVIII y XIX, intentó oficiar de improbable bisagra entre una cultura en vías de extinción y otra cultura emergente, que vislumbró, pero consiguió comprender sólo a medias. Los libros de Jünger son testimonio de esa posición un tanto incómoda, que trata de conciliar su espíritu anacrónico, autoeducado en las reglas del honor, el coraje y la guerra caballeresca, animado por un yo intrépido que hace frecuentes incursiones en paisajes románticos poblados de espectros, dioses, escenas oníricas y paganas, entre muchas otras referencias míticas y cultistas, con la típica plebeyez moderna que acompaña la eclosión de la técnica y el avasallante nihilismo de la Alemania nazi. Su estilo inconfundible, que se impone a todas las traducciones (la de este libro, por cierto, muy elaborada), es ampuloso, solemne, y resulta por momentos rematadamente cursi en su tentativa de mantener un constante registro sublime que muchas veces ni el tema ni la ocasión justifican. Y, sin embargo, ese estilo se armoniza con la poderosa imaginación y el agudo sentido de observación del escritor tantas veces como contrasta con los escenarios a los que se aplica, que pueden ser muy sórdidos e intrascendentes. Estilo de palabras resonantes que, no obstante, sirven a la infatigable curiosidad de un escritor-guerrero al que le complace presentarse coleccionando retazos de vidas ajenas y experiencias y ensoñaciones propias, para catalogarlas, como hace un entomólogo con los escarabajos.
EL CORAZÓN AVENTURERO. FIGURAS Y CAPRICHOS
Ernst Jünger
Traducción de Enrique Ocaña
Tusquets. Barcelona, 2003
214 páginas. 14 euros
Hay dos tipos de lectores de
Jünger. Están los que hacen un culto de sus atributos humanos, intelectuales y literarios y, o bien lo siguen en sus coqueteos con las drogas, o bien remedan su estilo grandilocuente característico o caen fascinados por el temple heroico del escritor suabo, por su mirada gélida y la perfecta sintonía entre el autor y la obra, algo que -dicho sea de paso- no suele darse entre sus imitadores, entre otras razones porque Jünger era un tipo muy temerario.
Y están los que consideran a Jünger un cómplice o representante encubierto del nazismo, un bárbaro teutón, escritor plúmbeo, pompier y prosopopéyico, de ideas totalitarias y necrofílicas, y de talante reaccionario compartido con otros autores de su época -como Gottfried Benn, Carl Schmitt y Arnold Gehlen, entre otros- que Habermas, con la reconocida afición por las etiquetas que tienen los socialdemócratas, mal bautizó con el oxímoron de "revolucionarios conservadores". Para los que lo repudian, Jünger es una aberración europea que justifica el comentario de Jean-François Lyotard, quien se refería a él como l'affreux Jünger, es decir, horroroso, espeluznante, abominable.
A título personal, aunque en
cuentro bastante estúpidos los cultos en general y los literarios en particular, me cuento entre los admiradores incondicionales de la obra de Jünger, en especial por la sobrecogedora novela autobiográfica Tempestades de acero, los dos volúmenes que recogen sus diarios de la Segunda Guerra Mundial con el título Radiaciones y por algunos ensayos, como los dedicados a las drogas, el dolor y la medición del tiempo.
El corazón aventurero es una obra de los años treinta, es decir, del periodo más comprometido de Jünger, que corresponde a su filiación populista y nacionalista, a un paso del nazismo. Sin embargo, no hay en ella rastros de ideología totalitaria, quizá porque no es ésta la versión original del libro sino una variante reelaborada por el propio autor hacia 1938. La componen ensayos y unas pocas ficciones muy breves, asociados a lugares -Jünger fue un viajero incansable- y escritos como ejercicios de estilo donde, sin orden ni razón manifiesta, se describen escenas o se narran circunstancias vividas: sueños, ocurrencias, asociaciones, reflexiones dispersas. Unas veces es la recreación de un paisaje o la descripción de un personaje, y otras, un ensayo inconcluso sobre la soledad y el horror, sobre los colores, los museos, o sobre la inquietante analogía que Jünger establece entre el mundo de los hombres y el de los insectos.
No es un libro homogéneo ni esclarecedor, ni siquiera es un artefacto literario consumado, sino un conjunto de caprichos goyescos escritos por un esteta (que aquí se parece a un alma bella), en los que se anticipa lo que será la mirada irradiada de los Diarios; por cierto, nada sentimental, sino más bien descorazonada.
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