¿En qué piensa el Doctor No?
Ahora que hace 50 años de casi todo, viene a cuento recordar al gran Wilder Penfield, el primer neurocirujano al que se le ocurrió estimular con un electrodo el cerebro de sus pacientes. A cráneo abierto, claro, y con anestesia local, para que el paciente pudiera explicar lo que sentía cuando Penfield pinchaba aquí, o aquí, o allí. Su objetivo era localizar las zonas del córtex que disparaban un ataque epiléptico para poder extirparlas después, pero no tardó en hacer un descubrimiento sensacional que no tenía nada que ver con la epilepsia. Según donde pusiera el electrodo, los pacientes experimentaban recuerdos nítidos o movían con precisión una u otra parte del cuerpo. Penfield dibujó así el célebre "homúnculo motor", ese humanoide deforme que rige nuestros movimientos.
Si el Doctor No aplicara esta técnica a los humanos, ¿qué fechorías podría cometer? Yo tengo una idea
Con un buen juego de electrodos, pensaría el Doctor No al leer los trabajos de Penfield, se podría manejar a la gente como si fueran marionetas. Por desgracia, el montaje es tan aparatoso que hasta James Bond se daría cuenta del truco. Pero los investigadores de la mosca acaban de poner a punto una técnica mucho más fina.
La información fluye por los largos cables neuronales (los axones y las dendritas) gracias a unos canales que controlan el paso de varios iones (átomos con carga eléctrica) entre el interior y el exterior de la neurona. Los canales iónicos se van abriendo ordenadamente a lo largo del axón, y el baile de las cargas que entran y salen va propagando una corriente eléctrica axón abajo.
Susana Lima y Gero Miesenböck (Cell, 121:141) han utilizado un canal iónico que sólo se abre si tiene a mano ATP, una molécula muy común en todos los seres vivos. Jugando con el gen que fabrica el canal iónico, los científicos pueden meterlo en cualquier zona del cerebro de la mosca, y así lo han hecho. Además, han envuelto el ATP en otro compuesto químico que lo inutiliza, pero que libera a su presa si le ilumina un rayo láser. Es un poco laborioso, pero sólo hay que hacerlo una vez, y el resultado es espectacular.
Una mosca está perfectamente tranquila, la enchufas con el rayo láser y sale huyendo como si hubiera visto a Belcebú (o a Lima y Miesenböck). No, las moscas normales no huyen del rayo láser (ya saben lo mucho que les gusta la luz). Esa mosca huye porque le habían metido el canal iónico en la región exacta del cerebro que organiza la reacción de huida. El láser activa el canal y allá que va el bicho. Pero, jugando con el gen, el canal se puede meter en cualquier otro módulo cerebral, y allí se quedará esperando a su rayo láser.
El ejercicio para hoy es: si el Doctor No aplicara esta técnica a los humanos, ¿qué fechorías podría cometer? Yo tengo una idea.
Todo lo que nos gusta, nos gusta porque activa el circuito cerebral de la recompensa, una trampa de placer que la evolución nos ha puesto en el cráneo para que nuestro comportamiento se ajuste a los dos supremos preceptos darwinianos: creced y multiplicaos. Si la comida y el sexo no activaran el circuito de la recompensa, no nos gustarían. La lección que más rápido aprende cualquier ser humano es la lista de cosas que activan su circuito de la recompensa. ¿Se imaginan la que podría armar ahí el canal iónico de Lima y Miesenböck? Ese truco convertiría a cualquier persona en una marioneta, a leve toque de rayo láser. ¿No hiela la sangre pensarlo?
Pues la verdad es que no, porque los humanos convencionales ya llevamos al Doctor No puesto de serie. El circuito de la recompensa es el mismo en todo el mundo, pero sus conexiones con el resto del córtex varían en cada individuo. Uno puede ser adicto a las compras, al teléfono móvil, al fútbol, a la ruleta o al riesgo, según qué regiones cerebrales se comuniquen mejor con su trampa de placer. Las drogas no son más que trucos químicos para activar el circuito de la recompensa directamente. No, nosotros no necesitamos al Doctor No. Ya somos marionetas, y ni siquiera podemos salir huyendo del rayo láser.
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