Fronteras
La primera vez que escuche Every time we say goodbye fue en una gasolinera de autopista, camino de Auxonne. Al principio pensé que el saxo de John Coltrane estaba desgranando la melodía de algún amor perdido. Pero la canción era otra cosa. La música surgía de la oscuridad y se iba expandiendo hacia fuera a través de la ventanilla. Esa misma melodía volví a oírla después en un campamento de refugiados en las cercanías de Prijedor, en Bosnia. Es la banda sonora que escuchan en su interior todos los que tienen que abandonar su casa contra su voluntad. La música que escucharon el millón de armenios exterminados por el gobierno turco, años antes de que John Coltrane la compusiera. Es también la canción que mece los cuerpos que llegan exhaustos a las playas de Canarias. Una música imprescindible en un siglo de millones de desterrados.
Antiguamente la casa era el centro del mundo. El hogar representaba no sólo un cobijo, sino el nudo de todos los sentimientos. Lo primero que hace un desplazado para conservar su identidad es improvisar un techo bajo el que ampararse y crear un espacio donde, a través del móvil, tal vez pueda llegarle el tintineo de una taza té desde un mercado polvoriento de Djibuti, Rajasthan o Nagaur con sus barrios miserables desmoronándose a la luz del crepúsculo. Ese breve sonido basta para que el alma se reconstruya.
El primer trayecto que aprende un emigrante es el que lleva a la oficina de correos. De allí parten los paquetes que se envían a casa. Mientras la funcionaria lo pesa en la báscula se mide el sentimiento de pérdida. En ese mostrador todos los exiliados ven con los ojos de la mente cómo a miles de kilómetros alguien deshace con nerviosismo el nudo de la distancia: una caja de lápices, un pañuelo de colores muy vivos, una botellita de azahar. En los lugares de acogida los emigrantes repiten siempre los mismos gestos, desde la forma de saludar hasta la manera de llevar la gorra de visera como hacían los irlandeses en Brooklyn y los gallegos en Buenos Aires. Los objetos adquieren entonces un valor insospechado, un mueble que recuerda a otro, una fotografía, un bar concreto en la esquina de la calle. El éxodo es un lugar hecho de costumbres. Pero en el fondo todo emigrante sabe que es imposible regresar, porque nadie puede retomar aquel momento inicial en el que la vieja casa era el centro del mundo.
El gran reto de este siglo es remediar de algún modo este desarraigo moderno, pero hay distintas maneras de afrontarlo. En los Estados Unidos existen grupos de ultras armados que vigilan la frontera mexicana a tiro limpio. Otros países como Suiza, un lugar tradicional de asilo, acaba de cerrar sus puertas. Ante esta cuestión la extrema derecha tiene siempre preparada la garra.
Por su parte la izquierda ha hecho bandera de la solución a este problema, aunque en realidad todos sabemos que no la tiene. Por eso es necesaria la solidaridad. Porque siempre habrá alguien que esté llegando a alguna parte con una maleta cargada con las historias del mundo y esa corriente es como una música capaz de atravesarnos la piel mientras escuchamos en una gasolinera a John Coltrane tocando Everytime we say goodbye.
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