Una sintaxis de la alquimia
La intensa trayectoria artística de José María Sánchez-Verdú viene marcada por una temprana adopción de un poderoso repertorio de claves estéticas que no han dejado de crecer y que se reconocen en cada nueva aparición. Hasta el punto de que cada obra nueva tiene ideas sustanciales de otras anteriores. Y esto es también válido para sus sugestiones poéticas. Todo esto va a poder valorarse intensamente en la, hasta el momento, obra más ambiciosa del creador algecireño: su ópera El viaje a Simorgh. Se encuentran en ella su pasión por los trasvases históricos (el universo poético árabe en diálogo con San Juan de la Cruz, Dante o Leonardo da Vinci); el viaje como metáfora de un trayecto existencial (buscar aquello que ya estaba en el interior de cada uno); la voz, el canto y la poesía entendidas como trasunto de un alma que es esencia de la identidad; la teatralización de los instrumentos musicales, no pocos de ellos llegados de tiempos pretéritos; el tratamiento del espacio que acoge a artistas y público como una arquitectura del sentido; el color como espíritu huidizo que se adhiere al significado con la fuerza de un ideario sinestésico...
Quizá todo esto pueda parecer excesivo a un lector no advertido, pero en los últimos quince años estos argumentos, y otros emparentados, se entrelazan con naturalidad en el trabajo de un compositor trashumante como es Sánchez-Verdú. Y no sólo trashumante porque reconozca varias patrias (España, Italia, Alemania); diversas pasiones culturales: la cultura árabe clásica, la tradición mística española, la Edad Media y el Renacimiento occidentales; o diferentes disciplinas, las artes del espacio (arquitectura, pintura, escultura, cine, la escena), la literatura y la poesía; es que en su constante viaje alrededor de su propio motor creador nos dice (desde las imponentes tablas del Teatro Real de Madrid) que la búsqueda es el mensaje.
Naturalmente, todo este sedimento cultural podría ser empalagoso si el artesano no planteara estrategias adecuadas. Por ello no es extraño que en su vocabulario aparezcan reiteradamente términos como palimpsesto (nombre que ha dado a más de una de sus obras), sinestesia o transferencia de significado entre distintos sentidos, y además lo realice con una elegancia y eficacia artística que lo ha convertido en una de las grandes referencias compositivas de su generación entre los compositores europeos emergentes. Y es que su trabajo musical, además de tener una impecable factura técnica, tiene una capacidad de penetración enorme entre el público. La música de Sánchez-Verdú consigue dominar al monstruo frenético de la abstracción y aparece en todo momento como una subyugante acumulación de planos artísticos y conceptuales concretos en los que cualquier aficionado se orienta y encuentra su sitio.
Todo lo dicho puede ser una buena guía para transitar por su primera gran ópera (aunque sea ya la cuarta de su producción). En ella, sin duda, existe una capacidad de transferencia entre sus valores que permite el anclaje del interés a cualquier oyente: los problemas de índole musical o estética enseguida remiten a valores simbólicos y a delicadas leyendas saturadas de dulzura histórica; mientras que la peripecia narrativa apenas vela su soporte abstracto: el amor del autor por el peso de un color, el aroma de un sonido, la profundidad de una luz o la densidad de un espacio. Sea como fuere, quien vea y escuche esta ópera saldrá con una dimensión cabal de las preocupaciones y logros de Sánchez-Verdú aunque no lo conozca anteriormente, porque el viaje que el compositor le propone es una elipse que recorre su obra entera (hasta el día de hoy).
Con el montaje de El viaje a Simorgh, el Teatro Real da un paso muy importante en su puesta al día, casi de vértigo para una casa que continúa llamando ópera contemporánea a la producción de un Janácek o un Britten. Pero que nadie piense que ese vértigo tiene algo que ver con el ajado experimentalismo o el compromiso ecléctico; Sánchez-Verdú tiene el secreto del embeleso y la sugestión. Si todavía se sigue llamando ópera contemporánea a la del siglo XX, el compositor andaluz advierte que él ya es el siglo XXI y que su contemporaneidad se mide por la densidad de un viaje que atraviesa los siglos.
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