La hora de regular con racionalidad
A la economía solía llamársele "la ciencia deprimente". Fue Thomas Carlyle, el mordaz escocés victoriano, el que la llamó así. Pero los de mi generación pensábamos en tiempos más recientes que habíamos transformado la economía en "la ciencia alegre". Esto debía hacerse realidad gracias a dos elementos:
1. Las eficiencias de un sistema de mercado competitivo acelerarían el aumento de la productividad y, por lo tanto, elevarían la calidad y la duración de la vida humana.
2. Igualmente importante, esas inestabilidades y desigualdades inseparables del antiguo capitalismo puro pueden moderarse -moderarse, no eliminarse- mediante una política gubernamental basada en pruebas para unos controles macroeconómicos de los bancos centrales, con programas fiscales y de gasto flexibles frente a los vientos tanto de inflación excesiva como de demanda insuficiente de desempleados.
"Las triquiñuelas 'subprime' en las hipotecas bien pueden predecir un largo periodo de contracción e incluso de quiebra para muchos"
¿Un sueño patético e irrealista de utópicos bien intencionados? Ésa era la opinión expresada por filósofos libertarios como el austriaco Friedrich Hayek, ya fallecido, y el también fallecido estadounidense Milton Friedman. Sin embargo, los historiadores de la economía, midiendo los resultados macroeconómicos desde 1950 hasta el presente, documentan una historia muy distinta.
Resulta que la servidumbre que tanto Hayek como Friedman temían que sería el resultado de los programas centristas de economía mixta es un modo de vida popular en muchas democracias. Mi mentor en Harvard, Joseph Schumpeter, pensaba que lo que él llamaba "capitalismo en una tienda de oxígeno" se estancaría. No fue su primera predicción equivocada.
Los historiadores de la economía documentan escenarios más felices. Desde la minúscula isla Mauricio, frente a la costa africana, hasta los nevados campos de Finlandia o los países semitropicales del este de Asia, la economía mixta ha aliviado la pobreza y prolongado la vida con una mejora de la calidad. Lejos, muy lejos de la perfección, sí.
Pero la realidad actual nos advierte de que los trucos de la nueva ingeniería financiera de Estados Unidos han atascado todo el sistema financiero. Hace siglos, nadie se libró de la peste bubónica. Hoy y mañana, las triquiñuelas subprime en las hipotecas y otros préstamos bien pueden predecir un largo periodo de contracción e incluso de quiebra para muchos.
Por extraño que parezca, cuando pronuncio conferencias en diversos lugares de Estados Unidos hoy en día, detecto un principio de crisis de identidad estadounidense. Por supuesto, esas mareas suben y bajan en la historia. Pero no significa que todos los altibajos sean de la misma amplitud o duración.
¿Qué ha pasado entonces en los últimos años que ha borrado la complacencia de la alegre ciencia de la economía descrita en mis primeros párrafos? Sospecho que los economistas contemporáneos honrados se preguntan cada vez más si el Banco de Inglaterra o la Reserva Federal se habrán centrado excesivamente en el tema del "control de la inflación". ¿Había olvidado el Banco de Inglaterra que el Northern Rock Bank no tenía un seguro para sus depositarios como el que los bancos estadounidenses tienen desde la década de 1930? Y, sin embargo, vio sin levantar una ceja cómo Northern Rock hacía las mismas cosas estúpidas y arriesgadas que gigantes como Citibank, Bank of America y American Insurance Group.
La naturaleza humana siempre busca un chivo expiatorio. El jurado, después de colgar al azar a unos cuantos profesores del MIT que habíamos creado la tentadora ingeniería financiera, tendrá que achacar la mayor parte de la culpa a los liberalizadores del Partido Republicano de Reagan después de 1980. Cuando los regalos electorales de los grupos de presión les paralizaron la conciencia, la camarilla Reagan-Bush-Bush eliminó los controles de la comisión de control del mercado bursátil contra las prácticas contables corruptas. Tenían que saber por fuerza que si uno le pone delante un vacío jurídico a un director general -sea humano, chimpancé o robot- éste lo aprovechará.
Millones de personas de todo el mundo son las víctimas. Pero la mayoría de los directores generales -al menos los que no van a la cárcel- pueden sonreír de camino al banco después de embolsarse su dorada indemnización por despido y sus opciones de compra de acciones. Es una desgracia.
© 2008 Paul A. Samuelson. Distribuido por Tribune Media Services.
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