Todas las voces del español
El idioma español es la suma de las maneras de hablarlo, como dejó escrito el filólogo mexicano Antonio Alatorre. Pero ¿conocemos todas sus variedades? La inmensidad del léxico hispano y su distribución por zonas tiene pendiente todavía un trabajo enciclopédico: el ‘Diccionario del español universal’. Algunos están ya en ello
La lengua española goza de una gran unidad, casi nadie lo pone en duda. Dos hispanohablantes de cualquiera de los países que tienen este idioma como oficial y que acaben de conocerse se entenderán sin problema, a pesar de que de vez en cuando surjan en su diálogo tres tipos de palabras conflictivas (en muy diferente grado):
1. Las que uno de los dos no reconoce como parte de su léxico pero entiende perfectamente, sobre todo porque es capaz de deducir sus cromosomas: un español no se bañará en una “pileta”, pero sabrá a qué se refiere su interlocutor argentino cuando le proponga nadar un rato en ella.
2. Aquellas otras que se desconocen por completo: ¿qué querrá decir un mexicano que se refiere a su achichincle? (ayudante de poca monta).
3. Los términos que se conocen pero no significan lo mismo en según qué sitio (huiremos del verbo que surge de inmediato, pero podemos hablar de la “polla” –apuesta– o de la “cola” –trasero–; o recordar que cuando un venezolano “exige” algo, sólo está rogándolo encarecidamente).
En cualquier caso, se trata de pequeñísimas dificultades que se suelen superar con el contexto. De todas formas, ¿no estaría bien elaborar un Diccionario internacional de la lengua española que contuviese todas las palabras del español general (las que entiende cualquier hablante) y además el término más común o mayoritario en los distintos países y, aparte, los casos en que se dan divergencias entre ellos? ¿Y podría llamarse Diccionario del español universal?
También en la prensa de EE UU en español se busca la unidad”
Pues bien, ese proyecto existe. Desde 1997, y coordinado por el prestigioso lingüista mexicano Raúl Ávila, participan en él 26 universidades de 20 naciones (en España, las universidades de Alcalá y de Almería), algunas de ellas de países que no tienen el español como lengua oficial; pero nadie sabe cuándo se podrá terminar. El proyecto va caminando, y consiste en que esos centros académicos promuevan líneas de investigación que encajen con él.
El empeño se denomina oficialmente Difusión del Español por los Medios (DIES-M), un título modesto: ante la imposibilidad de abarcar con un sentido científico el vasto mundo del idioma, los filólogos involucrados se han dedicado a analizar el vocabulario de los medios de comunicación de todos los países, para extraer sus afinidades y sus divergencias. De momento, ya han comprobado que más de un 90% del léxico forma parte del “español general” (esas palabras como mesa, silla, soñar, dormir…). Y que también se dan divergencias, por supuesto; escasas, pero que acarrean sus problemas.
Juan Villoro, escritor y periodista mexicano, recuerda una anécdota de su compatriota José Emilio Pacheco, premio Cervantes en 2009. El poeta, fallecido en 2014 a los 74 años, solía contar su experiencia en un hotel de Madrid donde nadie entendió que pidiera “un plomero para componer la llave de la tina”. Lo que necesitaba, claro, era “un fontanero para reparar el grifo de la bañera”.
“En una sola frase”, explica Villoro, “casi todas las palabras eran distintas. Sin embargo, creo que normalmente se exageran las diferencias de vocabulario que se dan entre los países hispanos, pues la confusión suele ser más divertida que la claridad”.
Ese futuro diccionario que ahora parece más bien un sueño contendrá algún día el listado de las miles y miles de palabras comunes (“cabeza”, “zapato”, “bosque”, “casa”…) y también el de las variantes con mayor número de usuarios cuando se den distintas opciones para un mismo concepto; pero se cruzará este último dato con la dispersión del vocablo (es decir, con el número de países donde se emplee, pues no se considera suficiente con ganar por cantidad de hablantes, que para eso México se bastaría en la mayor parte de los casos). Por ejemplo, entre las variantes “acera”, “vereda”, “andén”, “sendero” o “banqueta” (todas las cuales nombran lo mismo), la ganadora sería “acera”, como se dice en España y otros países. Sin embargo, tanto España como México, que suman más de 144 millones de hablantes, perderían la batalla ante las opciones “ordenador”, “computador” y “computadora”. Ganaría “computador”, que no se oye ni en México ni en España.
En España se dice “coche”. Pero “carro” en México, Guatemala, Costa Rica, Panamá, Cuba, República Dominicana, Puerto Rico, Colombia, Venezuela y Perú. En Cuba usan “máquina” (también en la República Dominicana y Puerto Rico), mientras que “auto” se oye con mucha frecuencia en Argentina, Chile y Uruguay. Ahora bien, en todos esos países se conoce como equivalente general la palabra “automóvil”. Ésta sería, por tanto, la voz adecuada para un texto que aspirase a ser recibido como natural por el 100% de los hablantes, aunque sólo a un 35,5% le brote su uso en una conversación.
¿Y para qué serviría este empeño?: para que todos los fabricantes de aparatos o todos los laboratorios farmacéuticos o todos los subtituladores de películas o todos los redactores de noticias que trabajan en español con destino a un público internacional pudieran elaborar un solo manual o prospecto, o una sola traducción, un solo programa de contestación automática verbal en consultas telefónicas de vuelos o de hoteles… Eso implicaría un notable ahorro de costes y de tiempo. Y una mayor eficacia ante los hablantes de las distintas modalidades del español.
El proyecto, en resumen, pretende abarcar el estudio de las principales variantes del idioma, jerarquizadas por su grado de difusión internacional, nacional y regional a través de los medios. De tal modo, quienes fueran capaces de usar ese “español internacional” en la comunicación verían reducidas las barreras léxicas para sus proyectos, ya fueran editoriales, periodísticos o tecnológicos.
Por ejemplo, un traductor que lleve al español una novela del Paul Auster puede escribir en un momento dado la palabra “cerilla”; opción que le sonará extraña y hasta extravagante a un lector de México (quien diría “cerillo”); pero eso no ocurriría si la tradujese como “fósforo” (término usado en España y en casi toda América, y entendido por cualquier hablante). Si se pone “cerilla” en boca de un personaje de Auster, muchos hispanoamericanos pensarán que ha de tratarse por fuerza de un personaje español.
Porque, como sostiene Ávila, “los traductores parecen ignorar que también existen españolismos”. Y ese futuro diccionario habrá de marcar como tales algunos miles de esos vocablos que ahora la Academia muestra como integrantes del español general y que sin embargo sólo se usan en España: “mechero”, “bragas”, “bañador” o “cotillear”, por ejemplo.
José Antonio Pascual, vicedirector de la Real Academia, elogia este reto de Raúl Ávila: “¡Todo lo que suponga disponer del mayor número de datos posibles referentes al léxico sea bienvenido! Siempre me ha gustado esta idea de Raúl Ávila”. Pascual entiende que el proyecto no podrá abarcar todo el ámbito del español (el léxico de cada pueblo, de cada aldea). Por ello, “la elección de un amplio corpus de la prensa es lo indicado: no sólo por la comodidad que ello supone, sino porque es el más cercano a lo coloquial, mucho más cercano que, por ejemplo, la lengua literaria”.
Ese propósito de acercar las distintas variantes del idioma se parece mucho a lo que se ha llamado la busca del español neutro. Pero se llegaría a él con una base académica y científica; y no se convertiría en un idioma español de ningún sitio, sino en un idioma de todos o, al menos, de la mayoría. Un léxico común que no se piensa para las obras literarias (donde aflora la riqueza léxica peculiar de cada autor y de su entorno) y que tampoco tiene como objetivo acabar con las variedades nacionales o regionales, sino contribuir a una mayor cercanía de los pueblos hispanos cuando se quieran evitar los malentendidos en una comunicación internacional y masiva.
Los estudios parciales que ya se han ido concluyendo muestran que más del 90% del vocabulario que se usa en periódicos, emisoras y televisiones es entendido en cualquier otro país hispano. El propio Raúl Ávila abordó un estudio en 1994 sobre 430.000 palabras pronunciadas en la radio y la televisión mexicanas y concluyó que el 98,4% de los términos correspondían al español general. Por tanto, el vocabulario diferencial se quedaba en un 1,6%.
Juan Miguel Lope Blanch analizó en el año 2000 un total de 133.000 vocablos del área de Madrid correspondientes a la norma culta, y encontró que el 99,9% era vocabulario común a México. Otro de los estudios acometidos en este proyecto señala que el doblaje de la película La chaqueta metálica hecho en México habría servido perfectamente en España si nos atenemos al vocabulario (no así por el acento, claro). Por tanto, sólo se habría necesitado un trabajo de subtitulación y no dos, según el estudio que hizo el propio Raúl Ávila.
La doctoranda Luana Ferreira, neoyorquina de padres dominicanos, defendió el pasado abril en la City University de Nueva York una tesis (Densidad léxica: estudio comparativo entre la prensa hispana de Estados Unidos e Hispanoamérica) en la que se comparan tres periódicos estadounidenses en español (de Los Ángeles, Miami y Nueva York) con otros tres de la América hispana (México, Colombia y Argentina); y llega a la conclusión de que las palabras marcadas como ajenas al español general suponen menos del 1%. Según se lee en la tesis, se usan 10 anglicismos en la prensa norteamericana por cada 10.000 palabras; y el 99,8% de los vocablos escritos en los periódicos de Hispanoamérica y el 99,7% de los términos de la muestra estadounidense están registrados en el Diccionario de la Real Academia Española. A ello hay que añadir que, por ejemplo, ni “bicisenda” (Argentina), ni “carril bici” (España), ni “ciclopista” (México) figuran en el Diccionario, pero cualquier hispanohablante las entenderá cuando lleguen a sus oídos por primera vez.
“Todo esto significa”, interpreta Ávila, “que también la prensa norteamericana en español busca la unidad lingüística”.
Por ello, el filólogo mexicano expresa sin disimulos esta idea:
–Es muy importante mantener la unidad idiomática, gane quien gane y pierda quien pierda.
–¿EL PAÍS debería escribir entonces “computador” en vez de “ordenador”?
–Claro. En México perderíamos con “acera” en vez de “banqueta”, y ustedes perderían con “computador”; y nosotros también, porque decimos “computadora”. Y perderíamos ustedes y nosotros con “maní” en vez de “cacahuete” y “cacahuate”, porque “maní” se usa en más países y por más hablantes. Si usted quiere emplear un término del español internacional, diga “maní”, y diga “papa” en vez de “patata”. Pero la norma hispánica se tendrá que hacer entre todos, sin predominio de ninguno
¿Y eso no acarreará que en cada país se dejen de emplear los términos específicos o diferenciados? Se supone que no. Simplemente, se trata de crear un registro internacional para facilitar la comprensión en casos muy concretos, no de arruinar la riqueza y diversidad de nuestra lengua.
Raúl Ávila recurre a un antiguo aforismo para remachar: “Todo lo que no es universal es folclórico”.
Las conversaciones entre hispanohablantes carecen de problemas de comprensión, pero hallarán menos dificultades cuanto más culto sea su registro. Sobre todo por el gran conocimiento pasivo que tenemos de las demás variedades (quizás un español peninsular no diga ni “platicar” ni “plomero”, pero entenderá perfectamente al mexicano que use esos términos; sobre todo en una situación comunicativa determinada). Además, en gran cantidad de casos deducimos los significados al percibir esos cromosomas que se descubren dentro de las palabras (si nos hablan de una persona “confiable”, ya entendemos que es alguien de fiar).
Humberto López Morales, secretario de la Asociación de Academias de la Lengua Española, escribió en su libro Aventura del español en América: “Hace ya muchos años que se viene echando en falta un repertorio léxico del español general”. Pero también prevenía contra el empobrecimiento: “Se piensa, equivocadamente, que la buscada neutralidad se consigue simplificando la lengua, reduciendo el vocabulario a mínimos insospechados”. Al contrario, esos trabajos contribuyen a resaltar la riqueza y la variedad del idioma: un solo concepto dispone de muchas formas para ser expresado.
Sin embargo, sostiene Raúl Ávila, los medios –desde la imprenta a Internet– siempre han promovido la unidad de las lenguas. Y su estilo no influye tanto en la gente: “El estilo de los medios es uno; y el de las conversaciones, charlas o pláticas en una cantina o bar, otro. Los medios promueven la unidad, pero los individuos tienen el recurso de la variedad, de acuerdo con el contexto y sin más limitación que el uso adecuado de un vocabulario íntimo. Recordemos que en algunas circunstancias se prohíbe decir malas palabras, pero en otras se prohíbe no decirlas”.
También se puede concluir que en cuestiones como los prospectos farmacéuticos o las instrucciones para usar un extintor con eficacia más vale asegurarse de que no haya equívocos. Y además, según los expertos aquí consultados, siempre resultará útil tener codificadas las afinidades y las diversidades de la lengua, para escoger de entre ellas según el caso; y, sobre todo, para que de esa manera crezca el conocimiento de los usos alternativos de una palabra hasta que incluso se puedan asumir un día como sinónimos. Así sucede ahora en España entre “juerga” y el americanismo “farra”, tomado ya como propio.
Y aunque ese Diccionario universal del español se demore, los estudiosos de nuestro léxico creen que no hay nada que temer, ni ahora ni luego, porque la facilidad de los hablantes para conversar sin problemas en todo el ámbito del español seguirá vigente sin que nada de esto los perturbe.
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