‘Carpe diem’ o el arte de disfrutar del momento en la Villa de Horacio, en la región italiana del Lazio
Los versos más famosos del poeta latino inspiran una excursión a la localidad de Licenza, donde encontró un poético paisaje en el que construirse su pequeño paraíso
Saliendo de Roma por la Via Tiburtina, y dejando atrás el Campo Verano, como se llama el gran cementerio capitalino, no llega a una hora nuestro viaje hasta los montes de la Baja Sabina. Es una región de la provincia del Lazio donde aún triunfa el verdor y el silencio, sin contar ahí el fluir de los torrentes de la cuenca del Aniene, un afluente del río Tíber. Varios son ya los pueblos medievales, como Licenza y Mandela, que se enroscan en las cumbres como si esperasen una invasión, o al menos romper su somnolencia. Pero su secreto mejor guardado, sobre todo en el caso de Licenza, es su pequeño valle en las faldas del monte Lucretilis, hoy conocido como Rotondo por su forma acampanada. Ahí abajo se extienden las ruinas, cuidadas como parterres de un jardín ideal, de la Villa de Horacio, el poeta latino que si no fue inmortal al menos hizo que medio mundo repita su verso Carpe diem, disfruta el día, o el momento, como si no hubiese un mañana.
Quinto Horacio Flaco, que nació en el año 65 antes de Cristo y vivió 56 años, se afincó en este pequeño paraíso campestre en el año 32 a.C. gracias a su genio para descubrir parajes poéticos donde gozar de una exacta belleza, y donde poder dar también con sitios reales que permitiesen vivir soñando. Lo encontró aquí y lo llamó Sabinum en homenaje a un país, el de los guerreros sabinos, que tuvieron en jaque a los romanos por casi un siglo. Por otro lado, en ese enclave se encontraron restos de un oratorio dedicado a Vacuna, la diosa sabina que los romanos renombraron como Victoria.
El treintañero Horacio estaba en el apogeo de su potencia literaria y encima tuvo la inmensa fortuna de que Gaio Cilnio Mecenate, consejero del emperador Augusto, le regalara una villa en el lugar que el poeta deseara. Por eso, y más, Mecenate mereció con el tiempo el honor de le deban su nombre todos los mecenas, ese tipo de seres o entes que ayudan desinteresadamente a favor de los artistas y de que el mundo no sea una interminable sucesión de tópicos. Horacio vio cómo cantaba el agua del torrente Digenta, rebautizado como Licenza, tributario del Aniene, y no lo pensó más. Su finca se extendió por cuarenta hectáreas, abarcando su mansión, campos de labranza, huertos, pastos para el ganado y bosques. Disponía de esclavos y siervos y su afición por las termas pudo satisfacerla construyéndolas a su medida. Ahí están bien identificables los espacios del caldarium, tepidarium y frigidarium, los baños de agua caliente, templada y fría, respectivamente. Y la sorpresa de que Horacio llegó a más con su laconcum o sauna. Agua no faltaba ni falta en esta villa que hoy permite pasear entre laureles, y nada de arbustivos, sino árboles de gran porte, y encima hay cedros, abetos y cipreses plantados a lo largo de los siglos y las excavaciones del lugar. Lo que hay que imaginar son las plantas de su jardín, inspirado parece por la Villa de los Papiros de Herculano. Pero Horacio no se cortó por eso: su jardín también fue porticado, con pinturas y estatuas de mármol, como un torso de Eros y otro de Afrodita que actualmente se ven en el Museo Oraziano de Licenza, junto a monedas, cerámicas y objetos de uso cotidiano. Las gemas encontradas han ido a parar al Museo Nacional Romano del Palacio Máximo de Roma.
Su mansión podía haber sido todo lo grande que hubiese querido, pero Horacio no deseaba agotarse por los pasillos. Es un rectángulo de 107 metros de largo por 43 metros de ancho donde aún se admiran los mosaicos de su entrada, blancos y negros y de formas geométricas. Tampoco desaprovechó el agua, llenando su casa y jardín de fuentes, y una piscina natatoria, y un vivarium lleno de peces. No extraña que a su muerte, y tras nombrar heredero de sus bienes al emperador Augusto, la Villa de Horacio fuese usada como un balneario exquisito. Incluso los emperadores Vespasiano y Nerón recalaban allí en sus viajes de Roma a Subiaco.
En otras épocas la familia Orsini se hizo dueña de todo el territorio. A escasos cien metros de la villa se abre sin restricción alguna, al lado del camino, el Ninfeo degli Orsini, una fuente que se derrama como una cascada de casi 10 metros, consiguiendo que hasta la roca más dura se vista de musgo. Tal es de cantarina esta fuente que se supone sea la que Horacio llamó Bonusia y a la que dedicó una oda repleta de “ninfas locuaces”.
Claro que recordar en este marco el Carpe diem de Horacio es de rigor. Y más en esta época de zozobras, con deseos tan desbocados como las penurias. Casi es la frase latina que más se ha impuesto y eso es por su significado de disfrutar el momento. O aprovecha la mies, vive el hoy, todo eso evoca. Pero se olvida que el verso de Horacio (en su Oda I, 11) continúa con otras cuatro palabras: “… quam minimum credula postero”. Traducible como “… y cree lo mínimo en el futuro”. O piensa lo menos posible en lo que pueda venir, pues él era el primero en saber que el ahora no dura, enseguida se convierte en inciertos ayer y mañana. Pero así se completa el famoso Carpe diem horaciano, verso no exento de egoísmo, primero yo y luego el mundo. Por eso sirve tanto para rotular canciones de cine (El club de los poetas muertos), restaurantes, inmobiliarias, loterías…
Horacio desde su villa veía paisajes intactos, casi como hoy. Una belleza agreste que hizo buscarla en los siglos a pintores tan minuciosos como el alemán Jacob Philipp Hackert en 1780. Corot, Goethe, Lord Byron… sufrieron también la punzada de la Baja Sabina y el eco de Horacio en su etapa del Grand Tour. Y no se ha desvanecido la pasión por los bosques y riberas de la cuenca del Aniene. Paz y buen aire buscaba Anna Magnani, la bella loba del cine italiano que se escapaba de Roma para bañarse en algún recodo del Aniene. Rafael Alberti escogió incluso una casa con terraza en Anticoli Corrado desde donde se imaginaba vivo a Horacio. Y de ahí nacieron los siempre nuevos versos de Alberti: Canciones del Alto Valle del Aniene (1972).
Una excursión cercana
Esta zona es más que un pequeño mundo. Otra estrecha carretera caracolea desde Licenza a lo que Horacio llamó el Pagus Mandela. Luego ese pueblo se conoció como Cantalupo y Bardella. Fue feudo también de los Orsini, aunque ya en 1658 Francisco Núñez Sánchez, un noble español, se arraigó en el lugar disputándoselo y pleiteado con ellos por decenios. Al final ganaron los papistas e insaciables Orsini, pero no para siempre jamás. A principios del siglo XIX se enseñorea en Mandela Julie Charlotte Bonaparte, nieta de José I, hermano mayor de Napoleón y rey de España y de las Indias de 1808 a 1813. Julie —Giulia, en Italia— se había casado con el marqués Alessandro del Gallo, nuevo dueño de Mandela, y ahí, junto al viejo castillo del pueblo, reordenó un jardín pensil, aún visitable con cita previa. Fruto asimismo de la pasión botánica de Giulia Bonaparte y de su predilección por los sitios horacianos que tenía enfrente de su morada. Muchos fueron los escritores y artistas que frecuentaron su jardín y su salón de Mandela donde el Carpe diem de Horacio siguió siendo un imán, aunque solo fuese en verano. Siempre con su prisa por aprehender la belleza, tan fugaz.
Pero comer también es necesario. En Bajo Licenza pocos lugares compiten con la Osteria Antico Boschetto. No traiciona su nombre en medio de una arboleda y con sus mesas fuera y dentro de lo que fue una granja y donde proponen lo que da la tierra. Modalidades de pasta con boletus o con salsa de jabalí. O asados mixtos a la parrilla donde no falta el capriolo o cabrito. Quizá para acompañar un helado de postre venga bien un amaro, mejor si es de genciana, una planta montuna de flores amarillas con sus aprovechables —ya desde Horacio— bondades digestivas.
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